Lo mejor de los buenos recuerdos es que no se van fácilmente. Mucho mejor es cuándo otros ayudan a conservarlos. Es lo que acaba de acontecer con una inesperada solicitud de entrevista venido desde la Fundación La Fuente, aquella de las "bibliotecas vivas"... Cumpliendo con su lema, me consultaron sobre la Colección Cuncuna, que formó parte de esa formidable empresa editora que en menos de tres años inundó el país de libros relevantes y económicos, llamada Quimantú o "sol del saber". A continuación, transcribo la conversación que me hizo regresar cuarenta años atrás y homenajear lo mucho que perderíamos, unos meses más tarde.
- Era un
ambiente de gran optimismo y alegría, de que “todo era posible”. Para mí fue la
principal manera de integrarme a un
proceso revolucionario que encabezaba el compañero Presidente, Salvador
Allende. Era llegar a una empresa del área social de la economía, administrada
por sus trabajadores, en la cual se combinaban el trabajo profesional con el
compromiso político y la participación en la gestión de la empresa.
Almorzábamos en el casino, que estaba junto al taller, compartíamos con los
obreros tanto al mediodía como en las tardes, en reuniones de sindicato, de
comité de producción o de partido. No había día de la semana en que no
participara de reuniones de diferentes órganos de participación popular y
muchas veces, el fin de semana realizábamos trabajos voluntarios para elevar la
producción o simplemente ayudar a descargar alimentos de algún tren que llegaba
desde los puertos.
Dicho
ambiente fue cambiando en la misma medida en que fue cambiando el panorama
político nacional. La convivencia –fuera de la empresa- se fue crispando y esa
realidad de lucha social comenzó a reflejarse en las publicaciones, hasta que
llegó el momento en que me di cuenta de que, habiendo dejado suficientes
ediciones de Cuncuna listas para su impresión, había poca cabida en las prensas
para ellas. Renuncié en junio de 1973. Fueron los años más plenos de mi vida
profesional y política. Pude combinar la lectura de cientos de cuentos
infantiles, con su análisis valórico, que me sirvió para desarrollar mi memoria
de grado como Sociólogo, con una intensa vida vinculada a las políticas
culturales y la participación social en un proceso inédito de cambios.
- Cuando asumió como director de Cuncuna, ¿cuál era el propósito o misión que le transmitieron? (y quién se lo transmitió).
- Mi
trabajo fue definido, primero, por mi Jefe, Tomás Moulian, como Encargado de Libros
Infantiles y Textos de Estudio.
Implicaba crear, desde cero, una colección de cuentos para niños dentro de la
misión de la División Editorial de Quimantú, que era “democratizar la cultura”,
al igual que las colecciones Quimantú para todos, Nosotros los chilenos o
Minilibros.
- ¿Cómo logró internarse en la literatura infantil, viniendo de la sociología?
- Ya venía
“internado” pues había resuelto hacer mi Memoria para obtener el grado de
Sociólogo en la Universidad Católica de Chile, sobre “Los valores en los
cuentos infantiles chilenos”. Llegué premunido de una Antología de cuentos
infantiles que me había regalado mi abuelo, en la que leí cientos de textos.
Además, conté con la valiosísima asesoría de profesoras de la Escuela de
Educación Parvularia de la Universidad de Chile, en especial su Directora,
Linda Volosky y María Angélica Rodríguez. Durante tres años, leí mucho, muchos
cuentos, poesías y otras creaciones para niños o aparentemente para ellos. Me
di cuenta que prácticamente no había en el mercado libros infantiles hechos en
Chile, con lenguaje chileno y mucho menos de autores chilenos. Era el reino del
pardiez, el melocotón y otras expresiones tan castizas como desconocidas.
Decidí, con la aprobación de mi Jefe de División, Joaquín Gutiérrez, crear la
“Primera colección chilena de cuentos infantiles”. Esto significaba que habría
autores internacionales y nacionales, pero todos publicados en lenguaje chileno,
con ilustradores chilenos e impreso por trabajadores chilenos.
Tuve la
generosa y cariñosa ayuda de mis
compañeros trabajadores de Quimantú, que me asesoraron en la elección del
nombre –Cuncuna-, del logotipo de la colección, del papel, del tipo de letra,
del formato y del tipo de prensas y aplicaciones de color que emplearíamos.
Para los compañeros del taller, yo era “Cuncunita” (tenía poco más de 20 años)
y ellos quienes me llamaban para ofrecerme espacio sobrante en los pliegos de
otras colecciones para incorporar marcadores, afiches, tarjetones u otros
impresos espontáneos para apoyar a Cuncuna, sin mayor costo para nuestra
empresa.
- ¿Cómo llegaban a sus manos los proyectos y cómo seleccionaba cuáles se publicaban?
-
Ya he dicho cómo, a través de
mis lecturas y la asesoría de Alfonso Calderón y María Angélica Rodríguez, pude
acceder a cuentos de la literatura universal que estimulaban los valores que
queríamos fomentar, como la solidaridad (El rabanito que volvió), la belleza (El
negrito zambo), el trabajo (La flor del cobre) y en general, la buena
literatura, que no tiene edad (El gigante egoísta, El príncipe feliz). Lo más
dificultoso fue encontrar autores chilenos contemporáneos. Convocamos a los más
promisorios autores del momento (Skármeta, Dorfman, Luis Domínguez…) y todos
honestamente lo intentaron pero descubrieron que era mucho más difícil escribir
para niños…
Lo más dificultoso era
seleccionar a los ilustradores. Llegaban muchos a ofrecer su trabajo y había
que hacerlos calzar con alguno de los textos escogidos. Así aparecieron el trazo delicado de Marta
Carrasco, el clásico de NATO o Guidú, el rupturista de Guillermo Tejeda
(ilustrando un cuento de su padre, Juan, El huevo vanidoso), los grabados de
Irene Domínguez (El medio pollo), hasta las historietas de HERVI (La
desaparición del carpincho).
La responsabilidad de selección
de cuentos e ilustradores era mía, bajo
la atenta mirada de Joaquín Gutiérrez.
-
Como el hijo mayor, amo El
negrito zambo. Sus ilustraciones nos sirvieron para difundir la colección y uno
de mis slogans favoritos del gobierno de la UP: “Los únicos privilegiados serán
los niños”. Hicimos, gracias a los compañeros del taller, un tarjetón con el
negrito de ombligo parado, recostado en una palmera, luego de devorar cientos
de panqueques hechos con la grasa de los tigres que lo acosaron, con la
leyenda: “Perdón, pero somos privilegiados”. Más tarde la vi en jardines
infantiles, dormitorios de niños y no pocas oficinas o prensas del taller.
- Aprendí
de todos ellos, cosas diferentes. De Tomás, su calidad intelectual y la confianza ciega que
tuvo en un muchacho veinteañero al que le entregó una enorme responsabilidad
sin recelar ni desconfiar un minuto. Mucho menos, pedirme cuentas. Nos
distribuimos la pega y cada uno hizo lo suyo.
De Alfonso, su inconmensurable capacidad de haber leído
absolutamente todo lo publicado, recordarlo, ser capaz de hacerle un prólogo,
sugerir una ilustración de portada y saber exactamente cuantas páginas impresas
significaba la obra. Con él hicimos, una tarde, el listado completo de lo que
sería la colección, antes de presentarlo a Joaquín Gutiérrez. Además, su
picardía: “incluye en la lista Cocorí”, obra de Joaquín, me aconsejó. Sabía que
los derechos no estaban disponibles, pero me labró una entrañable amistad con
mi jefe.
De Joaquín, el oficio de editor. La preocupación por cada
detalle de cada libro, tipo de letra, papel, colores de la portada,
distribución, publicidad. Fue mi universidad editorial. Además, recibí y
agradezco, su cariño más que paternal, como de abuelo. Tuve el privilegio que
me llamara a su oficina para leerme párrafos de sus nuevas obras, recién
creados y escuchar mis comentarios. Un maestro.
- De amor
y de sombras. Allí trabajaba mi polola. Pero las sombras surgían cuando
alteraban contenidos de obras clásicas para introducir el mensaje ideológico,
burdamente. Mi reacción era muy tranquila, reforzaba mi convicción de que
Cuncuna sólo publicaría cuentos tal cual fueron creados por su autor, o
sencillamente no los publicaría, pero jamás los alteraría. La segunda reacción
era discutir el tema en Comités de Producción o círculos de trabajadores de la
empresa. Siempre tuve la satisfacción de que los compañeros obreros compartían
mi visión. Lo que en esa época no era menor.
- Creo,
con orgullo, que todos podrían ser reeditados, tal como lo han sido algunos (La
doña Piñones, en Ekaré), se trata de clásicos que viven en la memoria de los
niños de entonces que hoy, cincuentones o cuarentones, recuerdan con cariño.
- ¿Sería posible
hoy un proyecto como lo fue Quimantú? / ¿Cree que sería beneficiosa hoy una
editorial estatal?
- En
términos absolutos, ya no existen empresas editoriales de esa envergadura, es
decir que contengan en su seno talleres
de impresión con tres o cuatro tecnologías diferentes, empresas de distribución
(Quimantú tenía tres), agencias de publicidad, bodegas, equipos de dibujantes
letristas y coloristas para historietas, equipos de creación de contenidos,
revistas periodísticas, centro de documentación…
El
concepto de Quimantú, para recrearse, requiere de un proceso político como el
que la creó. Más que una editorial, fue un gigante no egoísta que difundió
literatura, de la buena, entre quienes entonces no tenían acceso a la cultura.
Ese
propósito es el que puede y debe recuperarse.
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