Cuando se inician las celebraciones -una vez más- del Día del Libro, parece propicio conmemorar, invocando a uno de los mayores devotos que los libros han tenido en Chile: Mariano Aguirre. Reproduzco para ello un texto sobre su relación con el suplemento Literatura y Libros del desaparecido diario La Época, que forma parte del volúmen "20 años de crítica literaria. Mariano Aguirre, las razones de un lector", pronto a aparecer con el sello de RIL editores. Mi primer recuerdo de Mariano Aguirre es clerical. Leía en penumbras, detrás del altar que constituía su escritorio en la antigua capilla del claustro en que la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica tenía su sede. Interrumpirlo en tales afanes y territorio contradecía mi formación católica. Por tanto, debo haberlo observado desde la distancia más tiempo que lo habitual para un estudiante que sólo deseaba obtener un ejemplar de tan improbable biblioteca.
Mariano era el bibliotecario de la Escuela ubicada en la calle
San Isidro. Su labor consistía, básicamente, en auxiliar a los alumnos
de maestros como Clodomiro Almeyda, Alfonso Calderón, Luis
Domínguez, Guillermo Blanco o Antonio Skármeta. De más está
señalar que muchas veces el celebrante debía despacharnos a pocas
cuadras, a la Biblioteca Nacional, donde era más factible satisfacer
la voracidad despertada por ellos, ahora acrecentada por Aguirre.
De seguro, Mariano había leído más volúmenes que los que
albergaba aquella capilla.
Esa misma sensación me acompañó durante todos los episodios
que acometimos juntos más adelante. En las editoriales
Quimantú, Melquíades y Planeta, en el diario La Época o en «El
show de los libros».
Normalmente, antes de involucrarme en alguno de tales planes,
consultaba a Mariano su disposición para acompañarme. De
este modo, fueron pocas las veces en que lo encontré de sorpresa.
La más impactante aconteció durante mi primer viaje a Buenos
Aires, a pocos días del golpe militar de 1973, en una ingenua
misión política de sondeo a compañías argentinas interesadas en
publicar la producción editorial de la resistencia chilena. Me subí
al metro para dirigirme a la casa de Ariel Dorfman, que me introduciría
en ese mundo. Ya instalado en una butaca, miré al asiento
del lado y… me encontré con Mariano. Respetando las normas de
seguridad que impedían revelar el cometido que nos llevaba a la
capital argentina, me confesó que su mayor anhelo en la vida era
ser «judío argentino», una buena síntesis de su admiración por la
tradición intelectual porteña y su pasión por el tango.
Ya en la declinación de la dictadura, y luego de la primera
crisis financiera del diario La Época —que lo llevó a cerrar su revista
semanal, de la que fui editor— recibí el encargo de proponer
proyectos de nuevos suplementos. El primero fue «Literatura y
Libros», en el entendido de que lo literario lo aportaba Mariano
y que mi experiencia como editor me permitiría referirme al libro
como producto.
De inmediato, Mariano Aguirre, con el título de Asesor
Literario, fue abriendo las puertas de La Reina que ocultaban a
Nicanor Parra y las de Galvarino Gallardo que custodiaban a Pepe
Donoso. Luego de tan contundente aperitivo, editores y escritores
comenzaron a acribillarnos con sus textos, de todas las calidades.
La pauta del suplemento solía nacer de reuniones-almuerzo
con Mariano en el decadente Club Deportivo Nacional, donde
nos alimentábamos esgrimiendo los vales del diario. Mariano no
perdonaba un almuerzo sin un buen plato de comida, faltando
a la cita únicamente los martes, en que disfrutaba de los porotos
servidos en la mesa familiar.
A pesar de ser escuálido en páginas —ocho— el suplemento
tuvo una estructura. En la portada publicábamos inéditos o adelantos:
debutamos con Pepe Donoso y lo siguieron Isabel Allende,
Gabriel García Márquez, Antonio Skármeta, Marco Antonio de
la Parra, y Luis Domínguez, uno de los más formidables conversadores
de la literatura chilena; recuerdo haber sostenido con él
charlas de varios días que comenzaban a la salida de la escuela
de Periodismo, mientras caminábamos hacia mi trabajo en Quimantú,
se interrumpían durante la jornada laboral, retomándose
a la hora de salida, mientras Lucho me esperaba, leyendo, en la
puerta de mi oficina.
Mariano maravillaba con la capacidad de sugerir-obtener las
exclusivas. Luego, un clásico fue el «Dime que lees y…», sección
infaltable de la contraportada en la que Luisa Ulibarri extraía los
placeres literarios más ocultos de personajes tan variados como
Yamil, el peluquero palestino de las torres de Tajamar, o Fernando
Rosas, el Director de Orquesta.
Un infaltable era Alfonso Calderón, que escribió en casi todas
las ediciones, con sus críticas o crónicas impecables, siempre de la
extensión justa y con su sabiduría desbordante. Ana María Foxley
solía hacer las entrevistas a los creadores siguiendo rigurosos
consejos de Mariano, con la consiguiente reconvención cuando
no se cumplían.
En la sección de «Comentarios», nació un crítico en «Literatura
y Libros»: Javier Edwards. Primero con timidez y más tarde
con pachorra, pero siempre con el estímulo de Aguirre, se fue
entreverando en la literatura nacional a pesar de las sospechas
iniciales que nos despertaba por provenir del mundo de la banca.
Pero quizás lo más relevante del «Literatura y Libros» fue
la calidad y profusión de «plumas» que lo engalanaban semana
a semana. Cedomil Goic, Jorge Guzmán, Gonzalo Contreras,
Martín Cerda, Raquel Olea, Diamela Eltit, Carlos Franz, Carlos
Olivárez, Arturo Fontaine, Osvaldo Soriano, Poli Délano, Antonio
Ostornol, Grinor Rojo, Enrique Lihn fueron solo algunos de una
lista interminable de colaboradores que concurrían al llamado de
Mariano, que solía encontrar al mejor conocedor del tema que
se pretendía.
En esta condición, ofrecimos escribir a María Pilar Donoso.
Fue una revelación. Aplicada, apasionada, entretenida y conocedora
de intimidades de los grandes del boom literario, fue una
colaboradora de excepción, haciendo una especie de farándula
de alto nivel, hasta que debimos matizar el mutuo entusiasmo:
«Pepe está celoso», nos dijo —coqueta— un día. En la reciente
publicación de su hija, Correr el tupido velo, se recogen diarios
de María Pilar que reflejan la satisfacción que le brindaron este
trabajo y el reconocimiento que por él experimentaba.
Otro imperdible eran las «Novedades», una sección de notas
breves que anticipaban las publicaciones que saldrían al mercado
y que interceptaban las escasas probabilidades de avisaje de sus
editores. La más notable excepción vino en una edición en la que
nos avisaron de la gerencia que se habían vendido las dos páginas
centrales para un aviso… ¡una carta de Augusto Pinochet Ugarte
a los electores del Plebiscito de 1988!
Pero la carta que causó más desazón entre el equipo fue
la del entonces Presidente del Partido Radical, Enrique Silva
Cimma. Protestaba por el adelanto de la novela de Luis Domínguez,
llamada Oh capitán, mi capitán, que incluía un texto
que señalaba que «los radicales no tenían mujeres de cóctel
sino de picnic».
Me llamó solemne «don Emilio», el Director del diario —fue
la única vez—, y me pidió que la publicásemos en la siguiente
edición de «Literatura y Libros». Quise despacharla con una
respuesta que titulé «Oh radical, mi radical» pero la prudencia,
y Mariano aconsejaron que la respondiera, con gran altura, en la
subsiguiente edición, el crítico Pedro Lastra.
La verdad es que el suplemento tenía una densidad literaria
irrepetible, era de una actualidad poco frecuente para semanarios
y una variedad y calidad de colaboradores improbable aun en
otros países. Estaba profundamente inserto en el medio literario
nacional, era reconocido y apreciado por los escritores, de modo
que no fue difícil acceder a las mejores plumas disponibles en
plaza y en el exterior.
Pero también nos ocupamos de la forma, del libro como producto,
estrenando un tipo de crítica dirigida hacia los formatos,
papeles, diseños y tipografías empleados, que atraían la atención
de editores, diseñadores y hasta fabricantes de diversos insumos
de impresión.
Este esfuerzo se vio fortalecido cuando supimos que El
Mercurio había resuelto, ante el éxito de «Literatura y Libros»,
crear su propio suplemento «Libros». Lo asumimos inmutables
(cool, se diría el siglo XXI): los escritores estaban con nosotros y
la publicidad... bueno, la verdad es que no podíamos tener menos
avisadores. De modo que celebramos «la competencia» dado que,
como acotó un colega: «Fue la primera vez que El Mercurio copió
algo a La Época». Y la única.
Mariano también fue único. Por eso, cuando lo aquejó una
enfermedad irreversible, sus amigos organizamos una subasta en
el Centro Cultural Estación Mapocho para que libros donados
por editores y cuadros donados por pintoras y pintores amigos
pudieran paliar, en parte, los gastos médicos.
Cuenta la leyenda que el último gesto que lo sacó del estado de
sopor antes de partir fue enterarse del resultado de la subasta. Más
que la cifra financiera disfrutó de la cantidad de amigos presentes.
Muy de Mariano.