Una acertada versión 2.0 de la quijotesca frase “con la Iglesia topamos, Sancho”, podría ser: “con la tele topamos, Sancho” y no porque televisores han desplazado a muchos crucifijos en muros domésticos o porque las encuestas señalan la pérdida de influencia de la iglesia católica (a la que se refería el Hidalgo Caballero) en Chile, sino porque la televisión, como industria, es capaz de devastar o al menos paralizar a quienes la acometen.
Hay historia y presente que aconsejan prudencia en la relación entre cultura y televisión.
En los albores de las discusiones sobre políticas culturales, en los años 90’s se tomó la sabia medida de separar el debate de aquella del programa sobre las comunicaciones y la televisión, luego de que sesiones y sesiones se desperdiciaban confrontando tesis sobre la eventual autonomía o ingerencia que los gobiernos de la post dictadura debieran dar a la televisión. De otros medios, nada y de cultura… menos. Aún sin ley de divorcio, los comunicólogos hicieron tienda aparte y quienes nos interesábamos en las políticas culturales, pudimos entrar a nuestro tema.
Es que la tele es invasiva. Desde luego, está en todos los hogares y hasta se podría decir que en casi todas las habitaciones. Raras veces, en relación a sus interminables horas de transmisión, llega al corazón: cuando la Roja se desplaza por canchas mundialeras o cuando se conciertan majaderas campañas de solidaridad. Por el contrario, la cultura y el arte están en el alma.
Son, por tanto, circuitos diferentes que no deben ser confundidos. Para asistir a una manifestación de arte, hay que ser activo: “arreglarse”, salir de casa, trasladarse, vivir la emoción de traspasar marquesinas luminosas o pórticos señoriales. Todo ello, en la TV, equivale a un efímero clic, sin viajar, sin glamour, sin peinados ni trajes especiales… sin espíritu.
Se dice que la TV es compañía, porque transmite 24/7, pero con mucho menos efectividad que la radio, que sigue punteando las encuestas al respecto. Porque sin tener alma, requiere de imaginación, que es uno de sus componentes.
La cultura, en cambio, puede ser 100% compañía, intensa y fascinante, durante todo el tiempo que un espectador está expuesto a su influjo. Luego, se convierte nuevamente en transitar la gran puerta, marquesinas, viajes, regreso al hogar donde probablemente se mira con inapetencia al televisor.
Existe un factor tiempo para disfrutar lo suministrado por creadores y artistas. El mismo tiempo del que no disponen los incansables programadores de TV. “Nada de ésto sirve para mañana” señalaba un director de noticiero,al terminar la entrega de ese día.
Por todo ello, cultura y televisión son mundos diversos. Si el legislador puso al Consejo Nacional de la Cultura y las Artes como línea para traspasar fondos al CNTV es sólo un guiño y no un llamado a “chavizar” la relación del gobierno con la televisión. El verdadero sentido de dicho guiño es destacar las similitudes estructurales del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, el CNTV y TVN, que tienen un denominador común: la ambición de autonomía y para ello, una autoridad superior colegiada. Si esta similitud funciona, es allí donde debiera reflejarse los complementos entre TV y cultura. Porque dichos consejos provienen de la misma sociedad civil, del mismo país, por tanto, conocen lo que ocurre en los hogares y saben como es su alma.
Adicionalmente, el CNTV y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes asignan fondos concursables en los cuáles también operan estructuras transparentes y juicios de los pares respecto de los proyectos que se presentan. Otro escenario en que la sociedad concede los fondos que el Estado pone a su disposición para distribuir entre quienes demuestran mayor talento para reflejarla.
Un ejemplo de la manera cómo funcionan estos directorios colegiados es la reciente designación del Director Ejecutivo de TVN que ha recibido improbables –para muchos- halagos desde el mundo de la cultura. Es que se trata de un gerente que supo estimular, desde su posición en una gran empresa, aquellas actividades que llegan al alma de un país. La sensatez de ese Directorio ha sido llevar esa sensibilidad al canal público.
Ese gesto vale mucho más que cualquier intervención vía transferencias presupuestarias.
Es un intento por llegar a las almas y no sólo a los hogares.
30 julio 2010
23 julio 2010
LAS MAPUCHE QUE VIENEN DEL MAR
El entorno era colorido como primavera; el frío, penetrante como invierno. Ellas, Patricia Antilao, Marcela Antio, Maria Antonieta Diaz Caullan, Margarita y Rosa Pailaya, Pamela Melo Antio, Isamari Antileo y Ángela Marihuen habían llegado hacía pocos minutos desde Tirúa, en la costa de la provincia de Arauco y lucían orgullosas sus trajes y joyas más elegantes, representativas de su cultura Lafkenche. Ellas venían a Santiago solamente a inaugurar una exposición de fotografías tomadas por Mónica Nyrar, cuyas protagonistas son ellas mismas.
Difícil es describir lo significativo que es acoger a estas mujeres, modelos y público a la vez, que forman parte de la Asociación de Tejedoras Lafkenches “Relmu Witral” y que fueron retratadas con iluminación de estudio y fondo negro para concentrar la atención en ellas, su indumentaria tradicional y la dignidad sobrecogedora con que reconocen su identidad y su cultura.
Cuentan de su trabajo con la lana, con la que hacen maravillas, que esta vez han dejado reposando en los telares para viajar intempestivamente –algunas por primera vez- a Santiago. Sólo alcanzaron a equiparse de sus hermosos vestidos, joyas y algunas pequeñas artesanías para mostrar su trabajo en metales. Lo demás es su rostro cercado por platerías y presidido por una seriedad ancestral. Lejos quedaron aquellas imágenes de indígenas rodeados de paisajes y rucas ahumadas. Esta vez, lo relevante son sus facciones poderosas de mujeres criadas al borde del océano -porque Lafken significa mar- alimentadas de pescados, mariscos, algas y leyendas que cuentan sobre porqué la mar es femenina.
Están en la Sala Joaquín Edwards Bello del Centro Cultural Estación Mapocho, disfrutando de un protagonismo que la historia negó sistemáticamente a sus ancestros. Desmintiendo a Diego Barros Arana que afirmaba, en 1875, en los Apuntes sobre la etnografía de Chile: "todo Chile es poblado por una sola raza en que predomina el elemento europeo mas o menos puro, i en que no se habla mas que un solo idioma, el español". Actualizando las fotografías que Gustave Verniory publicaba en Diez años en Araucanía 1889-1899, en las que la mujer mapuche aparece cargando cántaros de agua, encaramada a un rehue, señalando la cuna portátil de su hijo, acompañando en la imagen cuya centralidad es la ruca que habita o complementando el retrato de la familia mapuche.
Ahí están, en la exposición “Ante mis ojos: Iñche azkintunieel”, colgadas en los muros de la vieja estación remodelada, solas, dignas, despojadas de otros roles diferentes al de ser simple y totalmente mujeres, con su rostro, sus trajes, sus joyas y su mirada tranquila, dispuestas a ser juzgadas por el espectador de una obra de arte.
En esa misma sala, dos años atrás, el académico mapuche José Ancán, Máster en Antropología en la Universidad de Barcelona, señalaba, a propósito de la re-edición de la Crónica militar de la conquista y pacificación de la Araucanía de Leandro Navarro Rojas, publicada originalmente en 1909, que en este libro encontró "una especie de símil de la Araucana de Alonso de Ercilla. Esta vez, eso sí, no hay héroes homéricos ni hazañas grandilocuentes narradas en octavas reales. Navarro, soldado en campaña lo mismo que don Alonso, registra y narra en detalle la empresa, en el aséptico estilo de los informes y memorias militares, en el que además queda de manifiesto una nueva dimensión del engaño y permanente doble discurso en relación a los mapuches".
Aquí hay otra muestra de esos mapuche reales, sin la idealización de Ercilla ni el ninguneo de Barros Arana. Como en muchas oportunidades en la historia, son la mujeres, madres y matrices, quienes ponen ese símbolo de realismo y cordura. Es un centro cultural -que acoge a una de las culturas de nuestros antepasados como antes la Expo Indígenas Urbanos, Culturas en el aire, o la Bienal Indígena- que siente con ello estar cumpliendo su misión.
Y que adicionalmente me permitió descubrir otro motivo -universal y categórico- de empatía con las tejedoras Lafkenches.
Es que, como dijo Margarita Pailaya, ambos nacimos en la costa, como en las mejores leyendas... venimos del mar.
20 julio 2010
¿INNOVACIÓN O CREACIÓN?
¡Buena pregunta! Nuestra sociedad parece encaminarse, al menos en el debate académico, hacia una suerte de consenso respecto de que el camino del futuro será de la innovación. Se aplica este concepto casi como una pócima milagrosa que hará florecer empresas, gobiernos y hasta universidades. Lo que decididamente no funciona sólo con innovación, es la cultura. A diferencia de industrias o entidades gestoras, el arte por definición está vinculado a su capacidad de reconocer que hay modelos a seguir y ejemplos que no es necesario superar, sino más bien imitar: los clásicos.
En una inspirada columna de opinión, publicada en The Clinic, el Académico de la Universidad de Chile, Patricio Meller, distingue entre universidades clonadoras e innovadoras.
“¿Debiera importar – se pregunta respecto de las primeras- el hecho que tengan dueños con una determinada tendencia religiosa y/o ideológica? Además de conocimiento –se responde- , las universidades transmiten valores, por lo que si los dueños de alguno de estos centros de estudio sólo contratan a profesores que piensan como ellos y con su mismo tipo de valores, nos enfrentamos a una verdadera ‘Universidad de los clones’. Sus profesionales egresados entonces son perfectos clones, con los mismos valores e ideología que los de los dueños”. Aclara más adelante que “el rol de la universidad es educar a los jóvenes para que tengan pensamiento propio, para lo que -entre otras cosas- se requiere de una sala de clases donde se produzca una suerte de ‘mercado de las ideas’, donde los futuros profesionales sean expuestos a un intercambio amplio, fundamentado y diverso de pensamientos u opiniones”. Concluye que “si este siglo XXI es el de las ideas, entonces las universidades no debieran estar dedicadas a la clonación, sino que decididamente a la innovación”.
Comparto el planteo de fondo, pero reemplazaría por creación su última palabra.Desde muy temprano aprendí que las universidades se definen por ser creadoras de conocimiento, para ello sus laboratorios y bibliotecas. Por tanto, creo más en el término creatividad que el de innovación.
Esta última, además de ser una palabreja de moda, tiende (según la moda) a asociarse con lo joven y descarta el aporte de otras generaciones. Sugiere, además, que todo debe ser sujeto de innovación, algo así como "la revolución permanente" de Mao. El cambio por el cambio.
La creación de conocimientos es un proceso más complejo, que considera que no todo debe recrearse siempre. Un creador es capaz de reconocer lo clásico, que es permanente, inspirador y no debiera ser innovado. En la capacidad de distinción entre ambos hay implícito un acto de creatividad.
Innovación suele ser la aplicación que hacen los emprendedores (otra palabreja) de lo que otros crean. Por tanto es un proceso menor que el de la creatividad. Sin creadores, no hay innovadores, pero sin innovadores, si hay creadores.
La creatividad es un nivel superior, previo y por tanto, un deber de las universidades para incrementar el conocimiento de la humanidad.
Pienso, a diferencia de Meller, que el opuesto de clonar no es necesariamente innovar, sino crear. El clon es fruto de una repetición y un condenado a seguir reiterando; incluso es concebible que exista un clon innovador, pero, por definición, jamás será un creador, porque no es una creatura sino una copia.
Clonar es repetir, no iniciar. Cuando inicio, creo. Clonar es reiterar una y otra vez (como las copias de un CD). Crear es inventar lo que contiene ese CD, innovar puede ser cambiar la carátula, la tecnología de copia o el tamaño del disco.
La música no es más que reiteraciones de sonidos o notas, sin embargo el secreto de su maravilla está justamente en los silencios que se agregan entre los sonidos y que hacen diferente una melodía de otra. Sólo un creador es capaz de hacer esas reiteraciones creativamente. Por ejemplo, Roberto Bolaño, en su novela 2666, nos reitera al describir hasta el agotamiento los crímenes de mujeres en Ciudad Juárez, una y otra vez, aparentemente iguales pero con tal talento que no se puede dejar de leer y a la vez transmite vívidamente la tragedia que hay tras esa realidad.
Esto, para afirmar, finalmente, que incluso la repetición puede ser creativa, pero la creación no puede ser "clonativa". Eso se llama copia y constituye una industria, como la editorial, la audiovisual o la de los fonogramas.
Aunque estimo que las universidades clonadoras no merecerían calificarse de tales, postulo la universidad creadora, que es más deseable que la meramente innovadora.
Al menos para las artes. Lo que no es poco.
10 julio 2010
CULTURA SIN DESPERDICIO
Cuando niño, mi abuelo Enrique me adjudicó la emocionante ocupación de vigía de temporales. Yo vivía en alguno de los cerros de Valparaíso y él era un hierrovejero de origen porteño, avecindado en Santiago. La misión consistía en advertirle, con la mayor premura, que se aproximaba aquello que los metereólogos identifican como un frente de mal tiempo. La mar rizada, gaviotas desconcertadas volando hacia tierra firme, un vientecillo enloquecido y presencia temible de nubes bajas eran algunos de los indicadores que consideraba para emitir el anuncio. Me acercaba al ostentoso teléfono negro que marcaba tan ruidosa como parsimoniosamente y espetaba: - Amigo, hay temporal. Nos llamábamos mutuamente “amigo”, quizás por la complicidad que seguía a su pronta llegada: ir a mirar las gigantescas olas al borde marino, subir y bajar una y otra vez en los ascensores porteños, ser de los primeros en abordar alguna lancha en la bahía cuando la borrasca amainaba, verificar si había dejado algún barco varado en la costa. En este caso, frecuente por esos años, nos dirigíamos hacia el lugar del encallamiento para detectar su magnitud y situación. El propósito: hacer prontamente una oferta a sus dueños para adquirirlo, desguazarlo y venderlo como hierro viejo. Es decir, que no hubiera desperdicio.
Este recuerdo, actualizado por la encalladura del “Cerro Alegre” en plena Avenida Errázuriz, el 6 de julio, es una pertinente metáfora del desarrollo reciente de nuestras políticas culturales.
Hasta fines del siglo pasado, la preocupación cultural de las autoridades estaba centrada en la formación y estímulo de buenos artistas –creadores y representadores- y en guardar, lo más celosamente posible, sus creaciones, especialmente libros y cuadros. Cuando alguno de ellos varaba en las rocas de la vejez o derivaba por propias condiciones o limitaciones a considerar su arte sólo como una afición o simplemente a ser un espectador de las presentaciones de otros, no había preocupación ni estímulo. Para qué decir de aquellos que, debido a su condición socio-económica, no tenían acceso a las artes.
A contar de la creación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, a inicios del siglo XXI, y de la formulación de una Política Cultural de Estado, se inició -por ley- la preocupación de nuestras autoridades por el proceso de la cultura en su totalidad. Se introdujo el factor infraestructura cultural –un inédito en nuestra historia- se abrió las puertas a la formación y ocupación de los gestores culturales y se comenzó a considerar a las audiencias como parte integrante e indispensable en el proceso cultural.
“La cultura es tarea de todos” comenzó a ser algo más que un eslogan y se crearon instituciones –corporaciones y fundaciones- que enfrentan su labor desde diversos ángulos y con variados propósitos: si existen centenares de orquestas infantiles y juveniles, no son sólo para formar músicos notables –cuestión deseable pero no prioritaria- sino fundamentalmente para establecer audiencias musicales y colaborar en la inserción social de los intérpretes y su entorno familiar; si se funda el Museo Interactivo Mirador, es para implantar públicos interesados en la ciencia y la tecnología desde la más temprana infancia, no necesariamente para descubrir un Premio Nobel; si se disemina por el país una entidad como Balmaceda Arte Joven es precisamente para que convivan por igual, alrededor de una disciplina artística, adolescentes que la van a acoger como su profesión con quienes la adoptarán como una afición y con quienes simplemente la seguirán como un hábito de espectadores frecuentes.
Algo parecido ocurre en los centros culturales que germinan en todo el territorio, precedidos por planes de gestión y estudios de audiencias que prevén el impacto que tendrán en sus comunidades locales y requieren de corporaciones sin fines de lucro, ampliamente participativas, que los gestionen. Para que no existan elefantes blancos, para el esfuerzo que hace el Estado en construirlos no tenga desperdicio.
Para que, si el barco llega a varar, sus planchas de hierro sean reutilizadas en forjar herramientas, convertirse en acero o en nuevas embarcaciones que sustenten otras creatividades.
Porque un creador mira las gaviotas, se instruye en las marejadas y ve en ellas nuevas oportunidades.
Como don Enrique.
Este recuerdo, actualizado por la encalladura del “Cerro Alegre” en plena Avenida Errázuriz, el 6 de julio, es una pertinente metáfora del desarrollo reciente de nuestras políticas culturales.
Hasta fines del siglo pasado, la preocupación cultural de las autoridades estaba centrada en la formación y estímulo de buenos artistas –creadores y representadores- y en guardar, lo más celosamente posible, sus creaciones, especialmente libros y cuadros. Cuando alguno de ellos varaba en las rocas de la vejez o derivaba por propias condiciones o limitaciones a considerar su arte sólo como una afición o simplemente a ser un espectador de las presentaciones de otros, no había preocupación ni estímulo. Para qué decir de aquellos que, debido a su condición socio-económica, no tenían acceso a las artes.
A contar de la creación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, a inicios del siglo XXI, y de la formulación de una Política Cultural de Estado, se inició -por ley- la preocupación de nuestras autoridades por el proceso de la cultura en su totalidad. Se introdujo el factor infraestructura cultural –un inédito en nuestra historia- se abrió las puertas a la formación y ocupación de los gestores culturales y se comenzó a considerar a las audiencias como parte integrante e indispensable en el proceso cultural.
“La cultura es tarea de todos” comenzó a ser algo más que un eslogan y se crearon instituciones –corporaciones y fundaciones- que enfrentan su labor desde diversos ángulos y con variados propósitos: si existen centenares de orquestas infantiles y juveniles, no son sólo para formar músicos notables –cuestión deseable pero no prioritaria- sino fundamentalmente para establecer audiencias musicales y colaborar en la inserción social de los intérpretes y su entorno familiar; si se funda el Museo Interactivo Mirador, es para implantar públicos interesados en la ciencia y la tecnología desde la más temprana infancia, no necesariamente para descubrir un Premio Nobel; si se disemina por el país una entidad como Balmaceda Arte Joven es precisamente para que convivan por igual, alrededor de una disciplina artística, adolescentes que la van a acoger como su profesión con quienes la adoptarán como una afición y con quienes simplemente la seguirán como un hábito de espectadores frecuentes.
Algo parecido ocurre en los centros culturales que germinan en todo el territorio, precedidos por planes de gestión y estudios de audiencias que prevén el impacto que tendrán en sus comunidades locales y requieren de corporaciones sin fines de lucro, ampliamente participativas, que los gestionen. Para que no existan elefantes blancos, para el esfuerzo que hace el Estado en construirlos no tenga desperdicio.
Para que, si el barco llega a varar, sus planchas de hierro sean reutilizadas en forjar herramientas, convertirse en acero o en nuevas embarcaciones que sustenten otras creatividades.
Porque un creador mira las gaviotas, se instruye en las marejadas y ve en ellas nuevas oportunidades.
Como don Enrique.
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