Mientras el Museo se construía, bajo la atenta vigilancia de la Presidenta Michelle Bachelet, muchos comenzamos a preparar lo que habríamos de contribuir como parte de sus contenidos. Así como los chilenos contribuyeron con generosas donaciones para crear, en las cercanías del Centenario, lo que vendría a constituir el Museo Histórico Nacional, deberíamos ser quienes padecimos los años de dictadura quienes alimentáramos este indispensable tributo a las víctimas de crímenes que nunca más deberán acontecer en Chile, ni en parte alguna. Ese es el sentido de museos como el del Apartheid en Sudáfrica,del Holocausto, en Israel; de la Tolerancia, en Los Ángeles, y Ciudad de México o el Museo Judío de Berlín.
Así como el Museo Histórico chileno se construyó en parte sobre los dolores de un siglo XIX plagado de guerras, desde la Independencia hasta la Guerra Civil de 1891, pasando por la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana, la Guerra de Arauco, y la del Pacífico y los chilenos donaron principalmente atuendos y recuerdos militares, exhibidos en la Exposición Histórica del Centenario (1910), un período en el que la cultura y, con ella, muchas vidas se apagaron por acción de agentes del Estado, merecía que el país invirtiera una mínima parte de lo que se gastó para reprimir a connacionales en iniciar una cruzada que impidiera que aquellos crímenes se repitieran.
Ojalá no hubiese sido necesario. Ojalá no hubiese tenido que concurrir -como editor e importador de libros- en 1986 a la entonces Intendencia de Valparaíso a comprobar con espanto que un Almirante de apellidos Rivera Calderón, había ordenado incinerar 15 mil ejemplares de un libro de Gabriel García Márquez, tan Premio Nobel como nuestros Mistral y Neruda. Ojalá no hubiese destinado parte de mi tiempo a recopilar documentos que probaban fehacientemente la realidad de ese acto que horrorizó a lectores de todo el mundo. Ojalá los diarios de idiomas ignotos no hubiesen publicado esas imágenes de piras de libros para ilustrar, una vez más, una información fechada en Chile, como aconteció en 1973.
Pero fue así y el mejor destino de aquellos luctuosos papeles es el Museo de la Memoria. Tal como los testimonios de tantos familiares de compatriotas que padecieron acciones deplorables de parte de agentes pagados con sus propios impuestos.
Sorprende por tanto que profesionales que han dedicado a la historia su pasión, cuestionen este espacio de acumulación de testimonios y otros insumos básicos para construir o seguir construyendo nuestra historia, tal como lo hacen los archivos nacionales, las bibliotecas y los museos que el país se ha dado en diversas circunstancias y que desde 1929 dependen de la DIBAM, un servicio público creado para tal efecto.
Preocupa que profesionales que tienen o tuvieron responsabilidades en ese servicio no entiendan el sentido profundo de un Museo como el de la Memoria y los Derechos Humanos.
La democracia que afortunadamente vivimos nos enseña que tienen todo el derecho a tomar otras iniciativas que perfeccionen la memoria nacional. Y que respecto de instituciones que existen, reconozcan su aporte o guarden un respetuoso silencio.
Es demasiado grave lo que acoje ese museo como para festinarlo en una polémica más.
No en este caso.