25 agosto 2009

NOS PREMIAMOS POCO, CELEBRAMOS POCO












Con motivo de la inauguración de la muestra La magia del disfraz, del Museo del Carnaval de Montevideo en el Centro Cultural Estación Mapocho.


Permítanme sólo dos reflexiones en esta feliz ocasión. En Chile nos premiamos poco y fíjense que lo afirmo en medio de este inusual clima de proclamación de Premios Nacionales que nos ha traído a lo menos la alegría de un escultor, como Federico Assler, que nos distingue con su obra junto a nuestro Centro Cultural, allí en el Parque de los Reyes y a la vez aguarda, con una obra previa, y con ardiente paciencia, el nuevo Centro Cultural Gabriela Mistral.


Nos premiamos poco, quiere decir, nos reconocemos poco y nos maltratamos mucho. Somos más penetrantes en la crítica que en el halago.

La segunda reflexión es que “carnavaleamos” poco. Es decir, somos malos para celebrar. Tendemos a imaginar que, por ejemplo, el bicentenario son especialmente metros cuadrados construidos, ojalá puentes, carreteras, bordes marinos y monumentos, o especies para atesorar como estampillas, discos, afiches, medallas, billetes o libros. Nos cuesta más conjeturar la celebración con cánticos, murgas, diabladas, desfiles ciudadanos, pampillas pletóricas de chinganas o bailes hasta el amanecer.

Por ello es que esta oportunidad que hoy nos reúne, junto con ser “chilenamente contraintuitiva”, es maravillosamente especial.

Porque, en primer lugar conmemoramos la Fiesta de la Independencia de un país hermano y en segundo lugar nos alegramos con ellos de un premio que tuvimos el orgullo de recibir en conjunto y, lo que sin duda es menos frecuente, de celebrarlo unidos.

Además, celebramos a un Carnaval que se ha convertido en museo, pero que no por ello ha dejado de carnavalear.

Podríamos decir lo mismo del Centro Cultural Estación Mapocho, que no por ser reconocido por el Premio Reina Sofía de Patrimonio Cultural ha dejado de acoger y recibir a miles de visitantes y a la vez es crecientemente solicitado como lugar de actividades populares.

No puedo entonces dejar pasar esta oportunidad, en territorio chileno, en tiempos de premios nacionales, en un lugar premiado y con testigos colegas de galardón, para reconocer, tal como o hiciera en Madrid al recibir el Premio, que: “Quienes henchimos el pecho somos las ochocientas mil personas que anualmente visitan el Centro Cultural Estación Mapocho; los centenares de artistas que se han inmiscuido en nuestros escenarios; los gobernantes que, a inicios de la recuperación democrática, entendieron la importancia de dar espacios a la cultura, y, por cierto, los que trabajamos cotidianamente en ese maravilloso espacio”.

Sin duda es necesario también agradecer muy sinceramente al Embajador del Uruguay Carlos Pita que no trepidara un segundo cuando le sugerimos celebrar esta inauguración en esta fecha y nos brindó todo el cariño y el apoyo de su Embajada.

También aquí y ahora es un deber agradecer el respaldo de la Ministra Presidenta del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Paulina Urrutia, que tampoco vaciló un momento cuando le pedimos que presentara nuestra candidatura al Reina Sofía y que nos acompañó en Madrid para la recepción del Premio.

No es casualidad que Paulina estuviera ayer escoltando a Federico Assler cuando éste concurrió a enterarse de su premio al Ministerio de Educación. Espero que sea una señal de que comenzaremos a premiarnos más y celebrarnos más.

Quiero terminar dándoles a todos la bienvenida a este lugar de hermandad entre Uruguay y Chile, a esta muestra de estímulo a las celebraciones y a este momento en que nos gustaría que fuera el último en que dijéramos que… “en Chile nos premiamos poco y celebramos poco”.

09 agosto 2009

ALFONSO CALDERÓN, MAESTRO TODO TERRENO


















Existen maestros puertas adentro y puertas afuera. Los primeros, se limitan a derivarnos su saber entre las paredes de las salas de clases. Los segundos, enseñan además en los encuentros casuales, en la calle, en un café y en la vida. Alfonso Calderón fue de los segundos.

No recuerdo exactamente cuando comenzó a enseñarme o cuando se convirtió en maestro querido y respetado. Sólo sé que ese proceso me acompañó hasta ayer, cuando en una edición de domingo, los diarios de los que tanto nos hizo aprender, anunciaron su partida.

Tal vez las primeras enseñanzas fueron sus clases de redacción en la Escuela de Periodismo de la UC, en calle San Isidro, en los años sesenta, desde las que nos catapultaba a la Biblioteca Nacional, ubicada a sólo una cuadras, a investigar lo acontecido en algún momento histórico determinado, visto desde los archivos de prensa, sus avisos, sus titulares, las obras de teatro y películas en cartelera y hasta los remates. Entonces nos enseñaba a valorar al diario como testimonio y base de futuros reportajes y, porqué no, materia prima de la historia que estaba por escribirse.

Cercanamente, en el tiempo y la geografía urbana, ya en los setenta, seguí aprendiendo de él en las oficinas y pasillos de la editorial Quimantú, donde oficiaba de asesor literario y nos acribillaba con centenares de propuestas de títulos de libros para ser publicados en las diferentes colecciones. Todos ellos, debidamente leídos y prestos para ser prologados por el propio Alfonso con la extensión y plazo que determináramos. No escatimaba sus lecciones ni siquiera los días feriados en que emprendíamos jornadas de trabajos voluntarios. Amanecía de los primeros en la editorial con una pequeña radio portátil pegada a la oreja en la que escuchaba su programa de tangos favorito en radio Magallanes. Más tarde, acallado ya Gardel, nos hacía descubrir a un grupo de amantes del trabajo intelectual más que del físico cuales eran exactamente las diferencias de edad de cada uno y la cantidad de décadas que nos separaban, modo inequívoco de recordar las edades de cada uno. En mi caso, como me lo recordaba periódicamente, eran justo dos.

Poco después, golpe militar mediante, y hasta los ochentas, seguí aprendiendo al editar, en revista APSI, sus ajustados comentarios de libros: entregados en la extensión justa, sin faltas de ortografía y de contenido perfecto. El ideal de un editor que podía despachar casi sin leer el encargo. ¿Cuánto espacio tienes? Y llegaba en la fecha señalada con la cantidad de golpes de máquina precisos. Tal vez para aprovechar el tiempo no desperdiciado en el trabajo de cortes y corrección, nos enfrascábamos en una sabrosa conversación en la que revisábamos rigurosamente la situación de aquellos amigos de Quimantú para seguir con la ritual y jocosa pregunta: ¿Y como está tu lista de enemigos? Dando cuenta primero de los suyos, convenientemente actualizada, con alguna nueva anécdota. Porque Alfonso es de lo que pensaba que más vale tener enemigos que pasar por la vida inadvertido.

En los noventa, volvimos a encontrarnos en la UC, cuando nos invitaron a ambos desde la Facultad de Letras a exponer sobre Quimantú y nos esperaban con una sorprendente muestra de libros sobrevivientes de dicha editorial, jornada a la que pertenece la fotografía que ilustra esta nota.

Alfonso fue un amigo entrañable y querido, padre y abuelo de poetas, generoso ante cualquier llamado de sus discípulos, como hace 4 años, ya en el siglo XXI cuando lo llamé para proponerle que escribiera el “Memorial de la Estación Mapocho”, tarea que emprendió sin vacilaciones y con entusiasmo pletórico de anécdotas, con la colaboración armónica de Lila hija y Lila nieta.

La última vez que nos encontramos, merodeando ambos la Biblioteca Nacional, hablamos de la Tere, su hija, y por supuesto hicimos planes. Del último de ellos no alcanzó a enterarse: con Ofelia, la viuda de Mariano Aguirre, otro de los memoriosos de la literatura chilena, conversamos hace pocos días sobre la petición que le haría a Alfonso de escribir sobre Mariano en una recopilación que ella prepara. Ambos dimos por indudable que lo haría.

Será probablemente la primera publicación que nos recuerde el enorme vacío que deja Alfonso en las letras chilenas.