Foto Kena Lorenzini |
Cinco días después del anuncio, el 26 de mayo, un editorial de El Mercurio, asestó el primer golpe: “Algunos han criticado la idea de instalar un ministerio sobre los tres organismos mencionados para obligarlos a coordinarse, estimándola un grave retroceso respecto de lo existente, pues eso no contemplaría la participación activa de la sociedad civil en la génesis de las políticas culturales, como sí sucedería hoy. Esta fórmula funcionaría, además, como un freno a la habitual inclinación del poder político a instrumentalizar la cultura en beneficio de sus intereses ideológicos”. Es decir, la obligatoriedad de coordinarse para tres servicios públicos puede satisfacerse –sin el riego de “instrumentalización ideológica”- con mecanismos bastante más simples que crear una institución superior, como por ejemplo que las asignaciones del Presupuesto fijadas por el Ministerio de Hacienda a los dos servicios que no lo tienen, sean hechas a contar de 2012, a través del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, como ocurrió, por ejemplo, con los recursos públicos destinados usualmente al Teatro Municipal, a la Dirección de Cultura del Ministerio de Relaciones Exteriores o los Fondos Concursables del CNTV, entre otros.
En estos mismos tres meses, otra iniciativa oficial, tendiente a la modificación de la Ley de Donaciones Culturales ha sido acogida a tramitación por la Cámara de Diputados, sobre todo porque pudo convertirse en un proyecto coherente, que recoge muchas de las expectativas de beneficiarios y donantes de la mencionada legislación. Pareciera que en este debate el Ministro Luciano Cruz Coke podrá anotarse un logro dentro de los límites de su mandato, viéndolo convertido en Ley, tiempo que ya no tiene el eventual cambio de institucionalidad que aún no toma forma de articulado y permanece en el proceso de escucha de actores culturales, que se ha anunciado culminará en octubre del 2011, para enviarse en diciembre a trámite legislativo. Cabe recordar que la creación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes tomó tres años en el Parlamento luego de diez años de debate y auscultación del mundo de la cultura en tres sucesivas comisiones y encuentros masivos (1990, 1996, 1997) que establecieron las prioridades de este sector, las que explícitamente descartaron la figura del Ministerio.
Este mismo sector de la cultura, hoy no está movilizado para reponer un Ministerio en lugar de una institución joven, por lo mismo con limitaciones y perfectible, especialmente en lo que se refiere a autonomizarlo del Ministerio de Educación y darle mayores atribuciones a los órganos colegiados de participación, demanda tan presente en el nuevo escenario que se percibe en el país a tres meses del anuncio presidencial. En efecto, muchos creadores y artistas organizados están más en el apoyo y la solidaridad con el movimiento estudiantil, que en demandas propias, conscientes de que para su sector hay apoyos públicos vía fondos concursables; recursos de CORFO para Pymes y otros emprendimientos; presupuestos en los gobiernos regionales; dineros para incrementar un completo equipo de espacios culturales administrados por entidades sin fines de lucro, e incluso aportes privados.
Todo ello en un esquema de participación, único en el aparato del Estado, que pareciera ser bastante más parecido a lo que claman carteles y manifiestos callejeros que la reciedumbre de un ministerio, por naturaleza monocolor y sujeto a los cambios políticos. Por lo mismo, así como la ausencia de demandas del mundo de la cultura en las pancartas revela que en esta área las cosas parecen haberse hecho más bien que mal en lo últimos 20 años, la forma de hacerlo considera en su seno mecanismos para asumir las nuevas carencias y aspiraciones de creadores, gestores y patrimonialistas a través de instancias inminentes como la Convención Nacional de septiembre en Arica o menos urgentes como el cambio de un significativo número de integrantes de los directorios y comités consultivos del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes que se cumple, por Ley, a inicios del 2012 –tal como fue planeado- a mediados de un período presidencial para justamente no coincidir ni involucrarse con los cambios políticos derivados de procesos electorales y dar continuidad a las políticas culturales.
Dados los mecanismos es necesario abocarse entonces a definir cuáles serían las demandas que el actual escenario exigirán a las políticas culturales, sin descuidar por cierto, la imperiosa realidad de modificar la condición de los organismos dedicados al patrimonio, cuya renovación está pendiente desde la creación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.
Se avecina un período en el que habrá que combinar continuidad y cambio, en el que no descartaría una revisión respecto del rol que alguna vez jugaron en el desarrollo cultural chileno las universidades públicas, ahora con más recursos y que podrían retomar –mutatis mutandis- en el futuro. Como tampoco desecharía la idea de integrar como un todo a la actual DIBAM –poseedora de una fortísima cultura institucional, forjada por casi un siglo de provechosa existencia- al Consejo Nacional de la Cultura y las Artes con una autoridad superior fortalecida con mayores atribuciones y consejeros remunerados.
Es un tiempo de búsquedas, con la certeza no menor que una institucionalidad participativa y transversal es una buena manera de recuperar las expectativas originales planteadas el día que asumíamos en el primer Directorio Nacional del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, en enero de 2004: “lo primero es colaborar con el Presidente del Directorio, escuchando. Se critica a las autoridades que son sordas ante las preocupaciones de los ciudadanos. Tenemos aquí diez pares de buenos oídos para escuchar. Sentir lo que la ciudadanía está pensando, deseando, necesitando. Otra manera de apoyar a nuestro Consejo es representándolo en diferentes actividades. Necesitamos que el país nos conozca, que la sociedad sepa de esta forma de organización que nos hemos dado para desarrollar la cultura. Debemos hablar, ‘contar el cuento’, describir nuestras fortalezas: la autoridad colegiada, la descentralización, la sede en Valparaíso... Aprovechar cada tribuna, cada invitación para explicar lo que somos, lo inédito e innovador de una organización como ésta. Contar el cuento cuerpo a cuerpo, cara a cara, puerta a puerta, boca a boca, correo electrónico a correo electrónico. Lo dicho implica una tercera forma de participar: viajando. Obviamente no todos a quienes debemos escuchar ni todos a quienes debemos hablar están a nuestro lado. Este es un Directorio Nacional y por ende debe escuchar al país y hablar al país. Incluso, si existe la ocasión, fuera de él”.[1]
Tal vez por allí transita el tipo de cambios que la institucionalidad requiere. Al menos podría sostenerse que los vientos soplan en esa dirección. Alguna vez, a inicios de siglo, se propuso coronar el nuevo edificio del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en la Plaza Sotomayor con una enorme vela de navío que flameara como un gallardete sobre el hermoso edificio que antes perteneciera a Correos de Chile. Los temerosos de los vientos de Valparaíso descartaron la idea. Lo que no lograron borrar es la metáfora de que esa vela henchida de sensibilidad existe en los diferentes órganos que componen hoy el Consejo los que debieran ser capaces de descifrar los signos de los tiempos del nuevo escenario que vive Chile, desde hace tres meses, para seguir perfeccionando una institucionalidad que pidió la gente desde inicios de los 90.
Mucha gente, tal vez la misma que hoy no parece tener entre sus prioridades, desecharla.
[1] Expectativas Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. Primera sesión ordinaria de Directorio. 20 enero 2004. Reproducida en "Cultura ¿quién paga?" Arturo Navarro, RILeditores, 2006.