La exhibición en TVN de la serie "Los archivos del Cardenal" ha puesto en medio del debate la tragedia que significó la dictadura que asoló Chile entre 1973 y 1989. Como es natural, dicha serie no podría exponer la totalidad de lo acontecido y parece oportuno traer a colación una mirada de lo que ocurrió en el campo de la cultura. Para ello, reproduzco un fragmento del Capítulo 3 La cultura bajo dictadura, del libro "Cultura:¿quién paga? Gestión, infraestructura y audiencias en el modelo chileno de desarrollo cultural" RIL editores, 2006.
"En 1973, el Estado chileno tenía injerencia en la casi totalidad de las actividades culturales desde los derechos de autor, hasta la publicidad y distribución masiva de libros. Tras el golpe militar, las nuevas autoridades realizaron, a muy corto andar, acciones orientadas a desmantelar el aparato cultural del Estado, sin tener claro por qué reemplazarlas. Con la designación de rectores militares se inmiscuyen de hecho en los canales de televisión universitarios y Televisión Nacional. El asalto a las instalaciones de Chile Films, el Museo de Arte Contemporáneo y el Museo de Bellas Artes, luego de un grotesco despliegue de fuerzas militares por el Parque Forestal, señalan que la guerra contra el comunismo se daba también en el terreno de la cultura.
Desafortunadamente, la toma de lugares tan estratégicos no fue suficiente. Los militares asestaron también golpes a artistas y a productos culturales. Se registran las quemas masivas de libros, transmitidas en directo por los noticiarios de TV, que cumplieron con la educativa tarea de que cada poseedor de una biblioteca conformada por algunos textos con nombres o sellos conflictivos fueran quienes incineraran sus propios libros. Fueron asesinados el cantautor y director de teatro Víctor Jara, y el director de la orquesta de La Serena, Jorge Peña Hen.
La muerte de Pablo Neruda, motivada por un antiguo cáncer y una entrañable tristeza, el 23 de septiembre de 1973 en la Clínica Santa María de Santiago a dónde fue trasladado desde su casa en Isla Negra, fue considerada como símbolo de que, “con él, morían en Chile la inteligencia, la creación y la poesía”.[1]
Según Alfonso Calderón “la universidad era como una isla de los bienaventurados. Había un marino de Rector, la Iglesia pesaba y había gente de derecha honorable. Permanecí en la Universidad Católica algunos años. En ese tiempo me tocó ver muchas cosas. La quema de libros, sin embargo, la vi después, en París, de visita donde unos amigos. Un niño que veía la tele llegó corriendo a avisarnos que en Chile estaban quemando 'libros de Francia'. Un corresponsal llamaba la atención sobre un volumen, La Comuna de París, que era pasto de las llamas. Eran libros que habíamos publicado en Quimantú, algunos tan inocentes como las Rimas de Gustavo Adolfo Becker o La sangre y la esperanza de Nicomedes Guzmán, algo de Neruda también. Me acordé de una respuesta de Freud cuando le contaron que sus libros habían sido quemados por los nazis: 'Menos mal que no me quemaron a mí'. Un consuelo pero más bien un sufrimiento. Mucha gente en esos días se hizo el harakiri quemando su propia biblioteca. Luego vino la intervención de las bibliotecas públicas. La Biblioteca Nacional tuvo que resguardar una serie de obras en peligro, libros de Julio César Jobet, Ramírez Necochea, Recabarren, etc. Todo lo que oliera a socialismo. Trataron de 'blanquear' la Editorial Quimantú bautizándola como Gabriela Mistral, pero fue un fraude”.[2]
Partieron al exilio centenares de creadores, algunos fueron tomados prisioneros, torturados y otros fueron hechos desaparecer; se censuraron las publicaciones de diarios, revistas y libros y la televisión comenzó un concienzudo proceso de enajenación colectiva. La prensa escrita a nivel nacional se redujo a dos cadenas de diarios.
En 1976 participé activamente en el primer intento de crear una prensa opositora, la fundación de la revista APSI. Fue autorizada para escribir sólo análisis internacional. Aún así, sus primeras ediciones debían ser sometidas a la oficina de censura, primero a nivel de originales. Una vez aprobados éstos se obtenía el permiso de impresión. Luego debía someterse a la misma oficina los ejemplares impresos junto a los originales. Una vez chequeado que no había cambios, se obtenía recién el permiso de circulación. Luego de algunos años, comenzó tímidamente a publicar artículos nacionales “sin tocar a la familia real” como apuntaba el censor de la Dirección Nacional de Comunicación Social del gobierno, el sociólogo José Luis Garmendia. En agosto de 1981, fue clausurada por la autoridad y, como director responsable, fui amenazado de expulsión del país en caso de volver a publicarla, ante la impasibilidad del Poder Judicial que solicitaba pruebas de las intimidaciones para poder aceptar el Recurso de Protección presentado. Luego de unos meses de silencio, la revista reapareció con nuevo director y tocando sólo temas internacionales.
La censura alcanzaba también a los libros e impedía que fueran editados sin autorización pero normalmente las solicitudes dormían en las oficinas de los censores. Luego de los primeros movimientos de protesta masiva, a mediados de los 1980s, expresada en caceroleos especialmente en los sectores medios, el gobierno militar decidió anunciar el fin de la censura a los libros como una medida de apertura. Aún así no era fácil publicarlos. Luego de que tres casas editoras no se aventuraran a hacerlo y con un prólogo encabezado por el escudo cardenalicio del arzobispo católico Raúl Silva Henríquez, fue impreso Miedo en Chile[3] que consistía en testimonios de chilenos y chilenas de todas las condiciones e ideologías que confesaban sus temores: unos a la dictadura, otros al comunismo, otros a la pobreza…La presentación del libro se hizo, bajo estado de sitio, en la librería Altamira, de propiedad del escritor Jorge Edwards, en el centro de Santiago, con carabineros en tenida de lucha callejera que la rondaban permanentemente y estuvo a cargo de la historiadora Sol Serrano y el ex senador Renán Fuentealba.
Peor suerte corrieron quince mil ejemplares de un libro de García Márquez que llegaron al puerto de Valparaíso, en noviembre de 1986, junto a un par de cientos de ejemplares de un libro sobre la izquierda latinoamericana.[4] Los textos fueron interceptados por orden del Almirante Hernán Rivera Calderón, Jefe de Zona en Estado de Sitio e incinerados en el mismo recinto portuario luego de seguir trámites burocráticos que dejaron singular registro de la atrocidad y de los funcionarios responsables.
La represión al teatro se manifestaba en amenazas de diverso tipo a los actores y acciones clandestinas directas como el incendio de la carpa en la que se exhibía la obra Hojas de Parra con textos del poeta Nicanor Parra o la detención de la madre de Oscar Castro, actor que representaba en la sala La Comedia una obra basada –oblicuamente por cierto- en el postrer discurso de Salvador Allende en La Moneda, el día de su derrocamiento. Ella permanece como detenida desaparecida.
No obstante el apagón, se podía detectar cierta tenacidad cultural a lo menos en tres circunstancias: desde el exilio, muchos pensadores y artistas chilenos ocupaban su destierro en formarse y crear importantes obras, muchas veces con recursos que no se soñaban en su país. Los nombres de Inti Illimani y Quilapayún en la música popular; Isabel Allende, Ariel Dorfman y Antonio Skármeta en literatura, o Andrés Pérez y Mauricio Celedón en la dirección de teatro comenzaron escucharse con frecuencia, especialmente en Europa. El conocimiento en Chile de sus logros, las acciones de solidaridad que realizaban y su constante empeño por poder regresar eran un aliciente.
Los organismos solidarios, especialmente aquellos vinculados a los derechos humanos y a las iglesias, comienzan a apoyar exposiciones plásticas, montajes teatrales, grupos musicales, talleres literarios, que germinalmente van intentando llenar el vacío cultural. El grupo Ictus orientó sus creaciones colectivas a obras sobre la cesantía o la represión como Pedro, Juan y Diego. En ello contaron con el apoyo del personal de la Vicaría de la Solidaridad, puntualmente asistente a las funciones de pre-estreno, en un intercambio de agradecimiento a su abnegada labor por una parte y como críticos preliminares de la obra, por otra.
En las comunas de Santiago de mayores recursos económicos como Las Condes, Vitacura o Lo Barnechea y en torno a centros culturales tradicionales se mantuvieron algunas orquestas, grupos de ballet y artistas plásticos.
Una situación que agobiaba al arte y la cultura, como la descrita, no podía prolongarse. Con el plebiscito del 5 de octubre de 1988 se consagró el inicio del retorno de la democracia".
En las comunas de Santiago de mayores recursos económicos como Las Condes, Vitacura o Lo Barnechea y en torno a centros culturales tradicionales se mantuvieron algunas orquestas, grupos de ballet y artistas plásticos.