Testimonio entregado en las Jornadas en homenaje a Pedro Lastra, en el Salón de Honor, Casa Central de la Pontificia Universidad Católica de Chile, el 17 de junio de 2019.
Hasta que la vida nos llevó, en plural de pareja y frisando los 60 años, a aceptar la imperiosa necesidad de tener un entrenador personal de gimnasia, no había reparado en que, desde los años 60, había tenido la fortuna de contar un entrenador literario. Ese gozoso papel lo desempeñaron en mi vida, en orden de aparición, Lucho Domínguez, Alfonso Calderón y Mariano Aguirre, todos profesores de esta universidad, tristemente fallecidos. Sin embargo, en los tiempos que corren han sido felizmente reemplazados por el ilustre quillotano Pedro Lastra.
Con Lucho, profesor de redacción en la escuela de periodismo, protagonizábamos dilatadas conversaciones que comenzaban no bien terminadas sus matutinas clases, continuaban por la calle San Isidro, Alameda, plaza Italia y seguían en una oficina de Quimantú –con la breve interrupción del almuerzo- para culminar por la tarde, en que cada uno regresaba a sus labores.
Con Alfonso Calderón, esa mezcla de sabiduría práctica y depósito lecturas infinitas, revisábamos en primer lugar, nuestras respectivas “lista de enemigos” para terminar concluyendo que si no los tienes, no eres nadie. Luego repasábamos el estado de la memoria, recordando los años de nacimiento de cercanos para establecer líneas de tiempo de diversos acontecimientos públicos y privados y repitiendo frases célebres de los recordados.
Finalmente, iniciábamos temas de trabajo como el placer de establecer listado de títulos a publicar en Quimantú o descubrir el siguiente proyecto que nos ocuparía conteniendo, obviamente, la pluma veloz de Alfonso.
Con Mariano, lo primero era refunfuñar y escuchar todo aquello que lo fastidiaba de la vida, las parejas, la comida que compartíamos o los proyectos literarios que pretendían ser informados en su rol de asesor literario.
Luego, las conversaciones más delicadas, plagadas de anécdotas y de tácticas de acercamiento a las mejores plumas de la lengua para invitarlos a colaborar en nuestro común empeño de editar, semanalmente, un suplemento como Literatura y libros del diario La Época, con limitadísimos recursos y enormes ambiciones al ser el primero de Chile en su género.
Entre aquellos notables de la literatura, escuché por primera vez el nombre de Pedro Lastra.
Era uno de los literatos chilenos que los vientos de dictadura habían llevado a beneficiar a los estudiantes estadounidenses. Me gustaron mucho sus sabias colaboraciones que casi no tenían desperdicio ni mayores necesidades de editar. Escribía en limpio, como Alfonso.
De pronto, se encarnó en mi vida, con un comentario imbatible para mí: la calidad literaria del libro de mi esposa, Patricia Politzer, que más valoro entre sus siete obras:
La ira de Pedro y los otros. Una notable incursión en las diferentes tribus de jóvenes violentos que emergían junto a las protestas contra el régimen militar. Mirados ahora, eran (literalmente) niños de pecho.
Pedro me señaló que, además de su profundidad periodística, había allí una estructura literaria notable, que no se cansaba de hacer notar a sus estudiantes.
Simpático el hombre, me dije.
Muy pronto, la simpatía tornó en cariño entrañable cuando nos juntábamos, siempre él, provisto de alguna de las últimas ediciones de su inconmensurable obra o de la edición de Anales de la literatura chilena. Esta última, en generosos dos ejemplares. “Uno para ti y Patricia, otro para el centro cultural”.
No solo lo caracterizaba su regalo, también la compañía de esa sonrisa encarnada en mujer que fue Irene Mardones.
Almorzábamos los tres, en el Centro Cultural Estación Mapocho, ellos premunidos de agua tónica, yo con una sed enorme de escuchar los maravillosos conocimientos y recuerdos de Pedro, complementados por Irene. Habitualmente terminábamos charlando sobre algún escritor del que, por cierto Pedro disponía no solo de ejemplares autografiados sino sendas cartas personales en las que le confesaban sus más íntimos secretos y pasiones.
Ese mismo conjunto de libros que el ilustre quillotano-chillanejo ha donado a esta casa de estudios, quizás la más importante razón para querer volver a estas aulas donde me correspondió vivir, a contar de 1968, uno de los más hermosos procesos de reforma universitaria que recuerde la historia de Chile.
Esta proverbial generosidad de Pedro incluía también a sus amigos. Recuerdo que en una ocasión me abordó para analizar cómo la República podría, merecidamente, reconocer las innegables virtudes del profesor Miguel Castillo Didier, el irreemplazable helenista nacional. Ideamos una fórmula –como la Coca Cola- secreta hasta ahora, que culminó con un hermoso homenaje y la medalla Pablo Neruda en el pecho de Castillo impuesta por un ministro de apellido Cruz Coke.
Tal ceremonia que será recordada por el primer apagón de la sala América de la Biblioteca Nacional en muchos años, que implicó terminar el discurso del homenajeado, iluminado –en todo el sentido de la palabra- por la linterna de un celular.
Beneficio colateral de ella fue la presencia –para pronunciar el discurso de honor- en Chile de Rigas Kappatos, un griego de la isla de Cefalonia, amante de los gatos y poeta no menor. Para conmemorar tal visita no nos fijamos en detalles y resolvimos una novedosa trenza más difícil de explicar que de hacer.
Consistía en que poetas chilenos –Jaime Quezada, Pedro Lastra- leían, en castellano, poemas de Kappatos y este leía, en griego las creaciones de los chilenos.
Pero, no solo eso: este intercambio se haría en Santiago -en el Centro Cultural Estación Mapocho- y en Valparaíso, donde un querido amigo vice presidía la colectividad griega, que fue convocada al encuentro en la Librería Casa E del cerro Alegre.
Por cierto, la lectura fue coronada con un almuerzo –con moussaka y pastel de jaiba- en el restaurante La Rotonda, de Daniel Yianatos, el antipróedros (vicepresidente) de los griegos porteños.
No podía ser de otra forma, Kappatos y Yianatos, resultaron provenir de la misma isla de Cefalonia y de ese encuentro y posterior conversación surgió un libro que relató lo acontecido en esa aventura greco chilena, que Rigas publicó prontamente… en castellano.
Así como, conversando con Pedro sobre Castillo Didier nació lo anteriormente relatado, en otra oportunidad surgió el descubrimiento respecto de la escuadra libertadora del Perú –amado país para Pedro, que lo ha reconocido más que nosotros.
Se trata de lo que hoy es una obviedad. Que la escuadra enviada por Bernardo O’Higgins y liderada por Lord Cochrane, llevaba una gran cantidad de panfletos para sublevar a los peruanos, en... quechua.
De allí, nos encaminamos a descubrir al traductor y al autor de la arenga, que presumimos era el propio O’Higgins…
Podría seguir enumerando andanzas con Pedro, hasta la última, que nos llevó a compartir la mesa con el actual Embajador Griego Ioannis Tzovas Mourouzis cuando analizamos la propiedad china del puerto del Pireo y sus extensiones hasta centro Europa vía ferrocarril a Budapest…
Como ven, Pedro es un gran entrenador que nos permite permanecer en forma, en literatura y actualidad.
Quedan pocos como él.
Tal vez debiera contratarlo la roja.