Nací en un entorno en el que el cine era algo natural, mi primer pediatra fue el doctor Aldo Francia (Valparaíso, mi amor), en el colegio se ofrecían talleres extra programáticos de Luisa Ferrari, una de las creadoras del Cine Arte de Viña. Mis padres me invitaron a la primera película para adultos, cuando aún faltaba mucho para alcanzar lo que la censura requería y tomara autónomamente la iniciativa de infiltrarme en filmes para mayores. Profesores de secundaria destinaban parte de su tiempo a acompañarnos y más tarde analizar en clases, películas del neo realismo italiano. Uno de ellos llegó a aventurar (con más entusiasmo que realidad) que la dirección cinematográfica era mi vocación. Para completar el cuadro, muchos fines de semana se deslizaron, placenteros, en los rotativos de la plaza de Viña. Entrar a inicios de la tarde y salir con la noche ya avanzada se convirtió en una práctica habitual, sólo repetida años más tarde en intensas jornadas cinematográficas en Buenos Aires.
Vi, en palabras de Neruda, "mucho buen cine y mucho mal cine", emblemática respuesta cuándo algún impaciente le consultó cuando iba a existir buen cine chileno. "Cuando haya mal cine chileno", espetó. Obvio, requisito para la calidad, en este caso, es la abundancia. La misma que comenzó a languidecer con la llegada de la televisión primero y las multisalas, después. Un público estancado en cifras muy menores a la totalidad de los habitantes: diez millones de espectadores al año en un Chile de 16 millones de habitantes, a fines de los años ochenta.
Le siguió una epidemia de cierre de salas, esas gigantescas salas, como el cine Gran Palace, que anunciaba el inicio de las cintas con conmovedores juegos de luces en sus multicolores paredes impecablemente encortinadas. El fantasma alcanzó hasta el proyecto, de inicios de los noventa, de renovación del Centro Cultural Estación Mapocho, que contemplaba originalmente dos salas subterráneas de cine en la que hoy es la popular Sala de las Artes, dónde una curva pared con sendos agujeros rectangulares para proyectoras, constituye un mudo testigo de la abortada idea inicial.
Entonces aterrizaron en el país, más en Santiago que regiones, las multisalas, esos conjuntos de abigarrados espacios no siempre bien aislados acusticamente que suelen compartir explosiones y encerrar olores de cada vez más diversas comidas ruidosas. Pero tuvieron el mérito de hacer regresar el público al cine y comenzar a elevar la curva de asistentes por año, aunque, como en los libros, las carteleras se fueron concentrando peligrosamente en los títulos más taquilleros.
La diferencia con la industria editorial es que ésta tolera las pequeñas tiradas, los editores boutique y las librerías especializadas que conviven con los fenómenos transnacionales. No así en el cine. Para éste se requiere una poderosa cadena de distribución y de exhibición, cada vez más concentrada en salas crecientemente tecnologizadas con la más reciente moda internacional.
Los diarios aceptaron esta imposición exiliando el cine, sus comentarios y críticas, a las páginas de pasatiempos, tiempo libre, espectáculos o directamente entertainment, dejando una pantalla vacía en las secciones de cultura.
Algo aconteció con la feliz coincidencia del estreno de NO con un festival de cine. Recuerdo el día, el 16 de agosto, en el mismo lugar dónde comenzamos a congregar vecinos para que se inscribieran en los registros electorales hace ya 24 años, el Unimarc de La Reina, me encontré con un cine portable instalado en sendos camiones rojo anaranjados que inauguraban el Sanfic 8, devolviendo el cine a los vecinos. Bien escogido el lugar pues por allí deambulaban los restos náufragos de quienes enviudábamos cada fin de semana del multicine de La Reina que había nacido -antes de Batman y tantos otros personajes leves- como una posibilidad de que en a lo menos una de sus 16 salas permaneciera el cine arte o nacional o de autor. Me interesé en la oferta y pude disfrutar, como en la Plaza de Viña de los sesentas, de un fin de semana de película(s) en el Hoyts del barrio. Las filas del festival se entrecruzaban con las de NO y daba la idea de que lo que crecimos entendiendo por cine volvía por sus fueros.
La pregunta es cómo perseverar en este intento. Sin duda los festivales hacen lo suyo, están el Fidocs, el de Lebu, el de la cueva del Milodón, el de Valdivia, que complementan Sanfic. Está la Comisión Fílmica promovida por el CNCA, que apunta a la pantalla -desarrollar filmaciones con locación, profesionales y tecnología local, la industria- pero no las audiencias. Falta desarrollar una política de creación de público cinéfilo, como lo hicimos con éxito en el teatro estival o con las ferias de libros que se expanden por el país.
Para ello, es preciso enfrentar el tema de las salas de exhibición, más allá de la mala experiencia del cine Huérfanos que no pudo sostener una exclusiva para cine chileno.Y si las multisalas de multinacionales no brindan acogida al buen cine, tendrá que hacerse cargo de ello la Política Cultural pública. Como lo dijo Claudio Gay: "no hay Estado sin
estantería". Es decir, no hay memoria del arte sin edificación de un
dispositivo de recolección, conservación y exhibición de las fuentes, lo que implica que además de Cinemateca Nacional, debe existir una red de las salas de exhibición y eso se llama infraestructura cultural. Programa para ello existe desde 2000 -de construcción de centros culturales- a los que se han adosado recientemente de teatros regionales y reconstrucción patrimonial.
Tal vez un programa estatal de habilitación de salas de cine, itinerantes y permanentes, dentro y fuera de los centros culturales existentes, ayude a reencontrarnos con ese arte perdido.
Tarea para la próxima Convención del Consejo de la Cultura.
Tal vez un programa estatal de habilitación de salas de cine, itinerantes y permanentes, dentro y fuera de los centros culturales existentes, ayude a reencontrarnos con ese arte perdido.
Tarea para la próxima Convención del Consejo de la Cultura.