La historia comenzó un día de verano de 1971, cuando en el patio del Instituto de Sociología de esta universidad, entonces ubicado en Apoquindo 7228, llegó a mis manos un ejemplar de El Mercurio que publicaba un texto del escritor Luis Merino Reyes sobre la Política Cultural del Gobierno del Presidente Allende. En él anunciaba que se crearía, en los próximos meses, una Editorial del Estado. “Quiero trabajar allí” me escucharon mis acompañantes y con seguridad no volvieron a pensar en el asunto. Yo, en cambio, decidí poner en marcha el plan: le pedí a mi compañera María de la Luz Hurtado que me consiguiera una entrevista con su hermana María Elena, periodista, que trabajaba en la todavía por poco tiempo más Editorial Zig-Zag. Lo hizo con tan poca fe como demora.
A los pocos días, con mis veinte años y media carrera de sociología como toda formación profesional, estaba conversando con María Elena en la cocina que constituía su oficina.
Efectivamente, en su condición de directora de la revista “Saber comer y vivir mejor” trabajaba en una simulación de cocina, entre escenografía y realidad, en la que se preparaban, retrataban y engullían los platos que la publicación recomendaba, ubicada en la trastienda de la editorial, casi a una cuadra de la gran puerta de Avenida Santa María 076 y a pocos pasos de la calle Bellavista.
Para llegar hasta allí había que hacer un fascinante recorrido por un pasillo vidriado que cruzaba los formidables talleres de una de las entonces dos casas editoras más grandes de América Latina. La otra, pertenecía al grupo Carvajal, en Bogotá.
La recepción de María Elena fue entusiasta: le habían anunciado que sería una de las profesionales que pasarían a formar parte de la nueva editorial del Estado y que tendría a su cargo un departamento de revistas especiales, o sea, aquellas publicaciones que siendo de propiedad de Zig-Zag, permanecerían en la nueva entidad debido a su baja circulación y el consiguiente escaso interés que sus dueños tenían en ellas.
En este “paquete” se encontraban ediciones tan disímiles como la propia “Saber comer...”; “Ecran”, tradicional revista de cine creada por María Romero, ya inundada por la TV y denominada “Tele Ecran”; “Confidencias”, una revista de historias de amor recortadas y traducidas sin demasiadas contemplaciones con los derechos de autor ni con el idioma y que carecía completamente de fotografías; “Hechos Mundiales”, una revista histórica de gran formato y vocación de coleccionarse, que realizaba extensos reportajes monográficos sobre temas de interés internacional, primero bajo la dirección de Edwin Harrington y luego de Guillermo Gálvez, más tarde Presidente del Sindicato, hoy detenido desaparecido, y la revista deportiva por excelencia “Estadio” que seguía contando entre sus plumas a Julio Martínez (Jumar), Isidro Corbinos, ilustrados por los ingenuos dibujos de NATO (Renato Andrade), el padre de Cachupín.
Mi papel, aceptado de inmediato por mi barbilampiño entusiasmo, era estudiar tales publicaciones y proponer innovaciones en cada una de ellas con la improbable misión de modificarlas para demostrar la presencia de la nueva administración y a la vez, salvarlas de sus bajas ventas.
La orfandad de las revistas, negadas por sus padres y relegadas a un segundo plano por los nuevos propietarios de la empresa, era un buen campo de práctica para un aprendiz de sociólogo con vocación de periodista. Por cierto, todas tuvieron corta vida y los intentos de transformación pasaron por la incorporación de fotonovelas locales, creadas, producidas y actuadas por mis compañeros de universidad, incorporación de un enfoque más democrático al deporte (¿para qué publicar a los famosos?, ¡Vamos al deporte de los barrios!), la muerte inmediata en el caso de Tele Ecran y una prudente distancia del equipo de “Hechos Mundiales” que mantuvo el tradicional nivel de la revista, felizmente alejada de estos nuevos e inexpertos asesores.
Pero lo que realmente salvó a las publicaciones que no alcanzaron a pasar el escrutinio del asesor externo fue la oferta, en la misma empresa, de un contrato, esta vez en el Departamento de Estudios e Investigación que dirigiría al prestigioso sociólogo belga Armand Mattelart, escoltado por su esposa Michelle y la argentina Mabel Piccini. El sueño dorado de todo científico social apasionado de las comunicaciones.
Mientras se establecía este original departamento, Luciano Rodrigo un colega de mi ciudad natal, Valparaíso, casado y con dos hijos, me hizo una singular propuesta, que acepté de inmediato: “Yo voy a trabajar como asistente del Departamento de Libros y voy a ganar menos que tú que era soltero. ¿Por qué no cambiamos?”
De esta comprensiva forma terminé contratado como Asistente de mi profesor en la Escuela de Sociología, Tomás Moulián, en el departamento encargado de los libros de literatura -ficción se diría hoy- en la Empresa Editora Nacional Quimantú.
Con un excepcional asesor literario –Alfonso Calderón-, Moulián necesitaba poco un colaborador en esas materias. “¿Por qué no te encargas de un área que pertenece a este departamento que yo no puedo tomar: la literatura infantil y los textos escolares?”.
Así, con mi entusiasmo intacto, había terminado en pocas horas mi tránsito por diversas reparticiones de la nueva empresa editorial y me establecí en la que sería mi principal ocupación laboral en los años del gobierno del Presidente Allende: la Colección Cuncuna.
Bromeaba que me habían encargado de los libros para niños porque era lo más parecido a un niño que había en la empresa. No obstante, tuve la prudencia de escuchar muy buenos consejos que me permitieron cumplir con éxito la misión: Alfonso Calderón recomendaba títulos y autores, los diagramadores NATO y María Angélica Pizarro, me enseñaron de formatos, diseños y colores; Joaquín Gutiérrez, Jefe de División y mi maestro como editor, me dio confianza para tomar decisiones, y algunas oportunas sugerencias de “compañeros del taller”, fueron determinantes para crear, desarrollar y publicar veinte títulos en poco más de un año, con tiradas iniciales de veinte mil ejemplares, a todo color y con cuentos apropiados para lograr la democratización de la lectura en Chile.
Cuncuna, la primera colección chilena de cuentos infantiles, fue difundida masivamente con la feliz frase del poeta Manuel Silva Acevedo, entonces publicista de Quimantú: “Carita de pena no queda ninguna, lágrimas en risa convierte Cuncuna”.
Éste fue mi primer trabajo como gestor cultural. Duró algo menos de dos años y medio, hasta junio de 1973, cuando lo abandoné por incompatibilidad con mis estudios de periodismo en esta universidad. De él son rescatables varias lecciones.
La primera de ellas fue la humildad para enfrentar una responsabilidad laboral, la primera de mi vida útil, a los veinte años, consciente de que mi entusiasmo era comparable sólo con mi ignorancia en el tema. Escuché. Pregunté y escuché mucho, no sólo a profesionales del tema como las profesoras de Educación Parvularia de la Universidad de Chile María Angélica Rodríguez y Linda Volosky. También a editores, diseñadores y asesores literarios y escuché a los obreros de la corrección de pruebas, de la separación de colores, de las prensas, de la encuadernación, a los vendedores de los libros y a los encargados de la distribución y la publicidad.
Normalmente recibía de ellos consejos prácticos que se traducían en dar un buen uso a trozos sobrantes de papel que se detectaban antes de “entrar en prensa” los que convertíamos en señalizadores, marcadores de libros u otros impresos con la imagen de la ya querida Cuncuna.
No fue menor que se tratara de un “producto” dirigido a los niños y que era conocido por los hijos de los trabajadores de la empresa – más de 800, en tres turnos diferentes - y que ya sufrían llevando a sus casas ejemplares en las que los tradicionales personajes eran alterados por nuestro Departamento de Evaluación e Investigaciones. “Estos son los que vistieron a Mizomba” escuché un día en el taller a un obrero que indicaba a los “sociólogos”. Se refería al personaje de una historieta, un Tarzán con nombre local que había pasado desde las lianas y la semi desnudez a convertirse por obra y gracia de un guión “ideologizado” en un agitador de las masas africanas, convenientemente vestido y trasladándose por sus calzados pies olvidando su vida entre árboles y simios.
El caso más dramático lo constituyó una nueva revista: Cabrochico, que publicaba cuentos clásicos, levemente alterados. Allí veíamos a Caperucita cantando el “Venceremos” del recientemente fallecido Sergio Ortega o al Gato con Botas perdonando a sus ofensores y abrazando la causa de los pobres del campo.
De esta sorprendente tergiversación me surgió una segunda lección: en una sociedad como la chilena, el sólo echo de difundir la cultura es -usando términos de la época- “revolucionario”. No es necesario tergiversar contenidos. Si hay algún texto que no comparte la línea de la colección, sencillamente no se publica, pero jamás alterar un texto que además era vastamente conocido por las generaciones precedentes.
La democratización de la lectura ya era un gran avance: publicaban tiradas iniciales de 20 o 30 mil ejemplares, de cuatro títulos diferentes juntos (por razones de aprovechamiento del papel y las prensas planas) y se vendían muy bien. Esto es, el producto editorial bien seleccionado, editado y distribuido tenía un interesante mercado. Treinta mil ejemplares de libros chilenos para niños, no tenía precedentes en el pasado ni menos hasta la fecha.
Lo interesante fue que gente que nunca antes había tenido la oportunidad de leer, ahora la tenía... y la aprovechaban. Hay un caso de una persona que llamó a Quimantú para pedir que por favor distribuyéramos también anaqueles porque no tenía donde poner los libros que estaba adquiriendo, nunca había poseído libros, ni menos un estante para coleccionarlos.
Es decir, debemos respetar al destinatario del producto cultural, tanto en entregarle un bien tal como fue creado como en proporcionarle productos complementarios que le ayuden a disfrutar mejor de la cultura.
Pero, la tercera y principal lección de esta experiencia que me atrevo a calificar de exitosa, con veinte títulos en menos de dos años más una serie de libros para colorear, Cuncuna Pintamonos, fue el trabajo científico que la acompañó. En efecto, paralelamente con el trabajo editorial yo estaba, egresado de Sociología, en condiciones de hacer la Memoria de Título. Resolví, con la complicidad de mi profesor guía, don Hernán Godoy Urzúa, hacerla sobre: “Los valores en los cuentos infantiles chilenos”. De modo que científicamente y con supervisión académica, destinaba parte de mi tiempo de leer cuentos infantiles, buscar textos que me permitieran construir un marco teórico para estudiarlos y por cierto, analizarlos según los estructuralistas rusos, que fue finalmente la metodología escogida.
En definitiva, la dedicación al tema cultural, tanto desde el punto de vista de la creación del producto (diseño de la colección, con formato, papel, fuentes tipográficas, logotipo; selección de ilustradores; supervisión de la producción incluyendo diagramación, despacho, impresión, encuadernación, y seguimiento cercano de la publicidad y distribución) como de sus contenidos.
En esta experiencia identifico los primeros esbozos de la aplicación de la sociología a la gestión cultural, que dice relación con análisis de contenidos, muy fuertes en esa época, y posteriormente con los estudios de audiencias y el trabajo de los Observatorios del público.
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A poco andar, Quimantú celebró con regocijo la impresión de su producto número un millón, cifra que por cierto se alcanzó durante la tirada de uno de los títulos de Cuncuna. Por ahí guardo con cariño el diploma que me entregó Joaquín Gutiérrez dejando constancia de esta Cuncuna millonaria.
Luego de ese imponente registro y un homenaje que rendimos hace casi un año a los 30 años de Cuncuna, la jornada de hoy –en que la Cuncuna regresa a la UC- es lo más gratificante que me han regalado los adultos gracias a Cuncuna. Porque los niños, mis hijos y los hijos de millones de chilenos me obsequian permanentemente diplomas a través de rayar los libros, pintarlos, preguntarme por el Negrito Zambo o tocarse la cabeza recordando Los monos hacen lo que ven.
Sin embargo hoy, esta Facultad ha querido conmemorar el inicio de este viaje formidable a la fantasía el que ha contado con la entusiasta acogida de todos ustedes. Sin duda, más que al trabajo de autores, ilustradores, obreros y editor eso se debe a que cada uno de los presentes mantiene vivo a ese niño dispuesto una y otra vez a contar y creerse el cuento.
Conferencia dictada el 24 de septiembre de 2003 en la Facultad de Letras de la Universidad Católica. Publicada en homenaje a la "reimpresión virtual" del NEGRITO ZAMBO en www.memoriachilena.cl