La revista española G+C acaba de publicar un número dedicado a la Gestión Cultural en Argentina y Chile que está circulando ampliamente. En él se incluyen artículos de autores de ambos países y entrevistas a los dos ministros de Cultura. Ese número incluye la siguiente colaboración.
G + C me plantea la pregunta que encabeza esta reflexión. La primera respuesta que se viene a la cabeza es que, desde 1990, lo que intentamos es, simplemente, “hacer gestión”. Algo así como el recuerdo infantil de ese viejo anuncio de una gélida piscina pre cordillerana de Santiago que invitaba a disfrutarla “nadando, en agua calentada nadando”. Es decir, sin agua temperada, sin clima favorable, sin techo, sólo con el esfuerzo de los nadadores. O de los gestores.
Así alzamos el vuelo entonces, cuando Pinochet nos había dejado descubiertos de toda acción pública en cultura, hostigándonos con el inclemente “apagón cultural”. Así comenzamos a nadar –o dar manotazos, más precisamente- a comienzos de los años noventa. Estudiamos las arcas fiscales y era poco lo que podía destinarse a remediar esa oscuridad. Lo poco, decidimos concursarlo, para que muchos tuvieran opción de, al menos, postularse a obtener recursos públicos. Pero, para concursar en igualdad de condiciones, había que elaborar proyectos que pudiesen ser minimamente comparables. Había además que ampliar los fondos disponibles, motivando a los privados para que gastaran en arte y cultura. También allí surgía imperiosamente la necesidad de presentar proyectos. Para unos y otros, los artistas no estaban capacitados y muchos ni siquiera interesados. En ambas situaciones se requería de nadadores en aguas glaciales: gestores que intermediaran entre creadores y sus improbables financistas.
Otro manotazo, ya más contundente, fue iniciar la construcción de espacios para la cultura. Desarrollamos el concepto inédito –en Chile- de infraestructura cultural, convocando a arquitectos, ingenieros y asesores que sabían mucho de puentes y carreteras pero que se iniciaban en la edificación de centros culturales. Superado el tema técnico –finalmente, un saco de cemento es un saco de cemento, en una calzada o en un teatro- había que resolver quienes administrarían estos nuevos espacios. Nuevamente emergen los gestores culturales, que debutan con “marchas blancas” (otro concepto ajeno a las artes) para precisar las fortalezas de las nuevas construcciones.
Simultáneamente, había que legislar. Los editores clamaban por un Ley del Libro, los autores, por un código que defendiera sus derechos, los suspicaces custodios de la hacienda pública requerían de una ordenanza para definir los estímulos tributarios que intentarían seducir a esporádicos donantes privados. Bien, pero ¿quiénes administrarían tales quiméricos fondos privados y los beneficios que favorecerían a autores nacionales, bibliotecarios remotos, maestros que difundirían la lectura y pequeños editores? Gestores, sin duda.
Afortunadamente, la Universidad de Chile auscultó la necesidad y creó, en su Facultad de Artes, un modesto Postítulo en Gestión Cultural, con profesores tan improvisados como temerosos. Pero que nadaban.
Los primeros gestores nacidos de la experiencia junto a los primeros estudiantes formados en las aulas, constituyeron una agrupación gremial que les fue paulatinamente dando una voz colectiva. Tan poderosa que, finalmente, cuando llegó “la madre de todas las leyes”: la Ley 19.891 que creaba el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, aprobada en 2003, su articulado reconocía que entre los miembros del Directorio Nacional de once miembros que lo presidiría y dictaría las políticas culturales debería encontrarse a personas representativas del mundo de la creación, del patrimonio y de la gestión cultural.
Todo un récord para un ¿oficio, profesión? que hacía tres quinquenios ni siquiera existía.
Vino la piscina techada con agua temperada y bien filtrada.
Iniciamos 2004 con un Consejo Nacional de la Cultura y las Artes que estrenaba un Directorio Nacional que, por lay, debía establecer las políticas en cultura, acontecimiento inédito en las políticas públicas chilenas.
Este Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, que venía gestándose desde los precoces años noventa, basó su quehacer en tres grandes columnas: la edificación de infraestructura, el desarrollo de audiencias y la gestión cultural, utilizando crecientemente el mecanismo de concursos transparentes y determinados por jurados de pares para distribuir los recursos públicos que contribuirán al desarrollo de las artes y las industrias culturales. Estas últimas rápidamente lograron además, sus propias leyes sectoriales gobernadas por sendos consejos participativos: libro y lectura, audiovisuales y música.
Este quehacer fue sometido a las exigentes pruebas del cambio de dos Presidentes del Consejo –simultáneos a los cambios de gobierno de 2010 (Michelle Bachelet) y 2014 (Sebastián Piñera)- y de un cambio parcial del Directorio Nacional (2008). Resistió con entereza aquello y el terremoto del 27/2 del 2010, que permitió dejar en evidencia fortalezas y debilidades. La fuerza post sismo estaba reflejada en el comportamiento de los edificios culturales, administrados por corporaciones y sus respectivos gestores bajo la legalidad privada sin fines de lucro versus, lamentablemente, los daños producidos en aquellos edificios administrados aún por el gobierno a través de la antigua Dirección de Bibliotecas y Museos, cuya creación data de 1929. Lo que establece el gran desafío pendiente en gestión cultural: experiencia y sismos mediante, hoy casi nadie duda de la necesidad de introducir el factor gestión a la administración de edificios culturales que aún no la tienen. Lo que implica un cambio de legislación que debiera concretarse más pronto que tarde.
Mientras tanto, el país se ha sembrado de centros culturales y vendrán más. Talca reluce con un Teatro Regional del Maule que encabeza la acogida de compañías de artes escénicas internacionales que sólo recorren la red de teatros de ciudades de provincias, sin tocar la capital. La municipalidad de Peñalolén, en el oriente de Santiago, ha estrenado un Centro Cultural Chimkowe que alterna actividades artísticas y deportivas de gran público en una de las comunas más pobres y de mayor diversidad racial y social de la ciudad. El programa de infraestructura del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes[1], continuador de la Comisión Presidencial de Infraestructura Cultural, creada en 2000, tiene proyectado entregar recursos a más de 60 proyectos. El último fue el Centro Cultural de Alto Hospicio, una ciudad reciente, enclavada en el desierto junto a Iquique y que es habitada mayoritariamente por sectores de pobreza.
Cada uno de estos centros debe constituir una corporación de derecho privado para que lo gestione, en cuya generación participan dos asesores enviados a cada localidad por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes: un arquitecto y un gestor cultural, aportado por un convenio entre el Consejo y Ad cultura, la asociación gremial ya mencionada.
En este terreno es emblemático el GAM, el Centro Nacional de Artes Escénicas Gabriela Mistral, que engloba gran parte de la historia de la gestión cultural del último medio siglo. Es una idea del Presidente Salvador Allende, que pretendía, en 1972, convertir en espacio para la cultura a una construcción hecha “a mata caballo” para acoger la Conferencia de la UNCTAD de ese año. En la edificación, para, darle esta impronta participaron por igual obreros y artistas plásticos: ambos cobraban el mismo salario semanal, unos por erigir, otros por crear piezas de arte convenientes al espacio. Así nacieron manillas, fuentes de agua, murales, colgantes, vitrales, esculturas, lámparas, cuadros que fueron disponiéndose en las salas y patios del edificio, primero llamado UNCTAD, luego Centro Metropolitano Gabriela Mistral y luego… con el golpe militar, Edificio Diego Portales, sede de la Junta Militar de gobierno a contar de septiembre de 1973. Con la llegada de la democracia en 1990, el nuevo gobierno lo mantuvo como sede del Ministerio de Defensa Nacional. En esa condición lo recibió la Presidenta Michelle Bachelet, en marzo 2006, que había sido su ocupante como primera mujer Ministra de Defensa. Ella ambicionaba que las instituciones volvieran al orden preexistente al golpe de 1973, lo que significaba que el Ministerio de Defensa regresara a su edificio de Avenida Bulnes, frente a La Moneda, el Palacio de Gobierno.
Pocos días antes del inicio de su mandato, el 5 de marzo, sobrevino un voraz incendio en la placa del edificio “debido a que el sistema de protección contra incendios no funcionó como es debido por falta de mantenimiento, situación que también se repite en el sistema eléctrico, por problemas presupuestarios”, según constataron los Bomberos.
Una vez asumida, encomendó a un comité interministerial integrado por los secretarios de Estado de Defensa, Vivienda y Urbanismo, Bienes Nacionales y Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, la misión de resolver el futuro del edificio siniestrado. Rápidamente, cultura hizo ver tanto la vocación histórica del inmueble como la necesidad pendiente, aprobada por las Definiciones de Política Cultural 2005/2010, de contar con un Centro Nacional de Artes Escénicas y Musicales. Se convocó a un concurso internacional de arquitectura, junto con el encargo de un estudio de audiencias. La gestión cultural, comenzaba a hacerse cargo del tema… por primera vez en paralelo con la arquitectura y convergiendo ambos en el momento de resolver el concurso, de modo que los proyectos finalistas pudieron considerar las disposiciones que arrojaba el estudio del público. Luego, se inició la forja de un plan de gestión, junto con los fundamentos de la corporación cultural que administraría el centro. ¿Quiénes fueron convocados a fundarla? Precisamente las organizaciones culturales del país que tenían vasta experiencia en el campo definido para el edificio por la política cultural vigente: las artes escénicas y musicales. De este modo, entre los constituyentes de una nueva corporación quedaron dos universidades históricas que poseen elencos estables, una de Concepción y otra de Santiago; dos agrupaciones gremiales, de bailarines y de actores; dos corporaciones que rigen teatros dedicados a las artes escénicas y musicales, una de Talca y otra de Santiago; una fundación que dirige el festival de teatro más relevante del país; la fundación que coordina las orquestas juveniles e infantiles y dos centros culturales con fortaleza en la gestión de espacios de gran público. Todos, sumados al Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.
Con esa formidable institucionalidad, que quedó definida y legalmente constituida varios meses antes de la inauguración del espacio, éste pudo iniciar con fuerza su labor, en septiembre de 2010, a los pocos meses de instalado un nuevo gobierno, de otro sector político, que había sucedido al de Bachelet. Los cambios de coalición no habían afectado al cronograma del GAM tal como lo previeron sus gestores.
Pero esta precisión, que se pretende extender a la red de centros que se edifica en el país, no habría sido posible si no se hubiesen acumulado las experiencias anteriores de instituciones como el Teatro Municipal de Santiago, el Centro Cultural Estación Mapocho o el Centro Cultural Palacio de La Moneda, por nombrar sólo a tres de los edificios más emblemáticos del país.
Del Teatro Municipal, con decenas de años de práctica en manejo de elencos estables, se extrajo las características técnicas y dimensiones que deberían tener los diferentes escenarios, camarines y acomodaciones para músicos, coristas y bailarines. Del Centro Cultural Estación Mapocho Mapocho, se reprodujo el modelo de corporación que ha operado más de 20 años de exitoso autofinanciamiento y cumplimiento de su doble misión de preservación patrimonial y difusión cultural, junto con heredar las experiencias de programación e incorporación de unidades de negocios que permitirán auto financiar en parte la operación del GAM. Del Centro Cultural Palacio de La Moneda, se asimiló algunas experiencias –unas buenas y otras no tanto- de gestión de un edificio erigido recientemente, en especial las enseñanzas surgidas de construir a través de concesiones, lo que implicó la imposibilidad de disponer de algunos espacios en beneficio del centro, que debieron destinarse a responder los compromisos con el concesionario que lo construyó. Suplementariamente, los socios fundadores enviaron al Directorio del GAM a experimentados ejecutivos de modo que en esa instancia se da una feliz acumulación de visiones desde todos los aspectos que una gestión de esta naturaleza debe considerar.
En conclusión, han pasado poco más de 20 años desde que un visionario gobierno de restauración democrática lanzó el desafío de conmemorar esa gesta –sellada con un lápiz en el plebiscito del NO a Pinochet- a través de la restauración de una vieja estación de ferrocarriles para convertirla en símbolo de la transición y de que desde entonces y como antes, la cultura sería una preocupación de los gobiernos, pero, no sólo de ellos, lo más relevante es que desde la metáfora de la arquitectura del Centro Cultural Estación Mapocho, un espacio libre de más de cinco mil metros, se desafió a la ciudadanía para hacerse cargo del desarrollo cultural, para llenar ese y muchos otros espacios que vendrían, con la democracia, a través de constituirse en audiencias informadas, activas, creativas y autónomas.
Hoy, así como el desarrollo artístico es tarea de los creadores, el desarrollo cultural está en manos de la gente y la instauración de las mejores condiciones para que esa gente lo haga de la forma más grata y cálida, está en manos de gestores culturales.
Es lo que hemos hecho (en gestión cultural), en Chile, hasta ahora.
[1] Según Presupuesto Nacional 2011, alrededor de 9 millones de dólares ($ 4.648.500.000), más de un 10% del presupuesto del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes. En 2010 el mismo Presupuesto fue de $ 5.582.500.000, casi el 13% del presupuesto total del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de ese año. Estos recursos se traspasan mediante convenio a las municipalidades para ser destinados a la construcción o habilitación de Centros Culturales en comunas con más de 50 mil habitantes. La propiedad y administración de dichos centros corresponderá a la Municipalidad respectiva.