Nuestro país ha ingresado, con más o menos sorpresa para muchos, en un camino novedoso: uno de los actores de la vida cultural (recordemos que son varios, entre otros, los creadores, las audiencias, los gestores, los empresarios, el gobierno) plantea su deseo de crear un Ministerio de la Cultura. Legítimo. Pero equívoco en el estado actual de las cosas.
A diferencia de los años 90, cuando no existía institucionalidad cultural alguna, el debate no parte de cero. Existe un Consejo Nacional de la Cultura y las Artes que tiene una ley y una misión: “evaluar y renovar políticas culturales”. Lo que amerita dos apostillas: uno, que gran parte de la discusión al respecto ya se dio (1990/2003) y se optó abrumadoramente, entre todos los actores enumerados, por el modelo existente. Dos, que cualquier renovación de las políticas o sus instrumentos debe pasar por el Consejo actual y sus mecanismos participativos, tal como lo fue, por ejemplo, la Convención de La Serena de 2009, que ilustra esta nota.
El hacerlo, apunta a superar ambas observaciones. Es decir, llevar a la Convención Nacional de la Cultura, que corresponde hacer el 2011, la inquietud gubernamental y por tanto al debate de todos los incumbentes. El resultado de la misma, como es tradicional, se debe entregar al Directorio Nacional quién resolverá cuál es la figura que presidirá la acción gubernamental en cultura. Si se trata de una que requiera de ley, se informará entonces al Ejecutivo para que la someta a debate parlamentario. Es decir, se desharía – si así lo resuelven las instancias respectivas- lo hecho de la misma manera cómo de hizo. Así operan las democracias, dónde una ley modifica otra.
Más allá de lo procesal, cabe analizar por qué el gobierno ha planteado al país este deseo. Se puede descubrir motivos de dos tipos: la falta de atribuciones del personero que encabeza la actual institucionalidad, sólo con “rango” de Ministro, y en ello el Ministro Cruz Coke ostenta buenas razones, y la imperiosa necesidad de incorporar a los servicios públicos hasta hoy preocupados del patrimonio a la senda de la modernidad institucional. Efectivamente, ambas tareas son urgentes, sobretodo la segunda luego del 27/F cuando un terremoto evidenció la situación en la dramática frase de un damnificado: "Mi patrimonio son mis hijos, no esta casa. Déjenme demoler". Una lápida a las políticas que, como país, hemos aplicado en este terreno.
Es obvio, aunque pertinente recordarlo, que no porque ciertas instituciones funcionen mal, deba afectarse a otras que funcionan bien. Lo grafico en otra frase, la de un damnificado por la catástrofe del cierre de las minas de carbón en Curanilahue y la consiguiente cesantía, que luego de haber sido beneficiado por una política desarrollada por el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, como la creación de orquestas infantiles, respondió orgulloso a la pregunta de sobre su condición laboral, ya crónica: “Soy padre de músico”.
Sin duda, tenemos un problema que enfrentar, pero debemos hacerlo de manera sistémica. La cultura no es ya mas asunto de estados más o menos dirigistas, es hoy cuestión de todos sus actores, públicos o privados, creadores o interpretes, audiencias o espectadores, académicos o empresarios, corporaciones o fundaciones. Por tanto, la solución al problema de la institucionalidad patrimonial no parece estar en fortalecer el aparato gubernamental, con lo que se resta de inmediato el imprescindible aporte privado –en recursos y gestión- a un sector deficitario en ambos. Pregúntele sino a las empresas que aportan a la cultura si es más sencillo hacerlo a través de corporaciones privadas sin fines de lucro o a través de un servicio público. Pregúntele a cualquier ciudadano si están mejor los espacios patrimoniales gestionados por el estado o aquellos administrados por corporaciones privadas. Pregúntense también porqué todos los espacios culturales creados con dineros públicos, desde 1990 a la fecha, tienen corporaciones sin fines de lucro que los tutelan, como el Centro Cultural Estación Mapocho, el Centro Cultural Palacio de la Moneda, el MIM, el GAM, el Teatro Regional de Talca, Matucana 100, Balmaceda Arte Joven, el Museo de la Memoria…
Si la mejoría urgente del sector patrimonial no se hace con todos los actores involucrados, sólo estaríamos profundizando la crisis actual.
Por tanto, compartiendo la idea de discutir el tema hagámoslo de la manera que nosotros mismos –todo el mundo de la cultura- nos dimos: participativamente.
En una de esas sale una mejor solución y podemos ser padre de músico, sin tener que demoler la casa.
Estimado Arturo: Totalmente de acuerdo. La Cultura de Estado, aplasta cualquier manifestación ajena a poéticas diseñadas desde arriba. Me huele a estatismo trasnochado, pero con la intención “ momia” de neutralizar lo que tradicionalmente ha sido una “ sensibilidad de izquierda” Ministerio de la Cultura, me suena al Ministerio de Sindicatos de la época de Franco que regulaba verticalmente toda manifestación de los trabajadores. Curiosa contradicción, plena libertad económica rayando en el libertinaje y control y regulación de las iniciativas culturales desde el estado.
ResponderBorrarUn abrazo
Guillermo Videla Vial
No me queda claro el impacto que tendría un cambio de Consejo a Ministerio, en cómo opera el presupuesto en cultura. Me refiero a si el formato de Ministerio le daría al gobierno 'más libertad' de modificar herramientas de fomento de la cultura como fondos concursables o bien, cómo operan los recursos públicos.
ResponderBorrarEfectivamente, María Paz, un Ministerio daría más discresionalidad a la asignación de fondos públicos, dado que no existiría un Consejo Nacional con atribuciones para fiscalizarlos.
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