Además de la coincidencia temporal, la presentación del cellista chino-francés en el Teatro del Lago y la inauguración de la sala Ana González en el Centro Cultural Estación Mapocho, tienen aspectos en común. Más allá de que a uno lo bañe el Llanquihue y al otro el Mapocho y que los dos luchen contra nubes -de agua o de smog- para disfrutar del volcán Osorno o de la cordillera de Los Andes, ambos espacios culturales representan experiencias dilatadas en gestión y se encuentran en plena madurez.
El hecho de que Yo-Yo Ma dé un único concierto abierto en Chile en un teatro ubicado a 995 kilómetros de Santiago, revela que el país se ha dotado de espacios de calidad mundial en ciudades alejadas del centro, enclavado, en este caso, en un entorno capaz de acoger a mil doscientas personas que en su inmensa mayoría provienen de otras localidades. Y no es una experiencia única. Impactantes en esa línea son los festivales de cine en Lebu, Cielos del Infinito en Magallanes, Puerto de Ideas en Valparaíso o la feria del libro en Antofagasta. Todas ellas, sustentadas en una gestión con resultados evidentes y prolongados en el tiempo, como la que encabezan Nicola Schiess y Uli Bader, en Frutillar.
Tales iniciativas regionales no sólo estimulan los viajes de los amantes del arte hacia sus ciudades sede, sino que, adicionalmente, su habitualidad promueve la inmigración de ciudadanos extenuados de vivir en las grandes ciudades. La reciente presentación de la revista La Juguera, en Valparaíso permitió apreciar la constitución de una nueva elite cultural, avecindada en los cerros porteños, con origenes en diversas ciudades del país y que viene a ocupar el vacío que dejaron muchos oriundos que prefirieron las comodidades de balnearios cercanos o debieron resignarse ante el rigor del exilio político o económico.
A pesar de la incómoda nebulosa respecto de las cifras oficiales de población a la que nos tiene sometidos el delirio de quienes porfiaron esterilmente por ser los mejores en el censo, es posible afirmar que, más allá de estas migraciones, puntuales o permanentes, Santiago sigue teniendo una enorme cantidad de población y, por ende, una mayor necesidad de atenderla culturalmente debido a las derivaciones perversas de la gran ciudad. Ese es precisamente el argumento que llevó al Parlamento, en 1990, a aprobar el presupuesto para la remodelación de la antigua estación de ferrocarriles y convertirla en centro cultural.
Cuatro años duró esa remodelación, que culminó, en marzo de 1994, con una fiesta multicultural en la que Anita González fue la anfitriona. Entonces, el Estado de Chile asignó a la corporación que administra el espacio la doble misión de preservar el edificio, monumento nacional, y difundir la cultura.
Esa misión es la que ha madurado y se cristaliza en una tarde/noche -sólo ciento veinte horas después del concierto de Yo-Yo Ma- cuando en el Centro Cultural Estación Mapocho se abren gratuitamente al público tres exposiciones de artes visuales, seleccionadas en un riguroso concurso por un jurado de excepción; que conviven con el estreno de Zoo, de Manuela Infante en la Sala Ana González, y la presentación de Simulacro de Alta Costura de la serie Narciso de la coreografa Isabel Croxatto, en una sala de las Artes pavimentada por dos toneladas de ropa previamente donada por el público.
El entorno que recibía tanto a fotógrafos como instaladores, bailarines, artistas visuales y su público y a los invitados de la Compañia Teatro de Chile, era una estación reluciente, estrenando también dos ascensores, señalizaciones e iluminación, fruto de inversiones generadas por una gestión sin propósitos de lucro que destina sus excedentes a mantener y mejorar la infraestructura que, en nueve meses más será por tres días la capital mundial de la cultura, con motivo de la Sexta Cumbre de la IFACCA.
Mientras, en la también recientemente bautizada Sala Lily Garáfulic, la artista iraní Vida Mehri, residente en Bélgica, inauguraba a la distancia la muestra La Bella Censura, inspirada en las condiciones socio políticas de su país natal.
Es que si algo no era nuevo esa noche, es la libertad de expresión artística que se respiraba junto al Mapocho.
Afuera, Santiago inauguraba la primera lluvia del otoño, el aire húmedo recordaba aquel de Frutillar, escuchando a Yo-Yo Ma.
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