Finalmente, el gobierno del Presidente Sebastián Piñera dio a conocer su visión de lo que debería ser la institucionalidad cultural de Chile. Tomó varios años llegar a puerto. El resultado es pobre y revelador. Se trata simplemente de ordenar la casa. Es una iniciativa de finales de gobierno, con ninguna posibilidad de verse aprobada en este mandato. Cabe recordar que la institucionalidad que nos rige fue presentada al país a dos meses de iniciado el gobierno -de seis años- de Ricardo Lagos, venía de una discusión iniciada por la sociedad civil durante todo el mandato anterior y tenía una cabeza muy clara, sentada a pasos de la oficina Presidencial, en La Moneda.
Esta vez, la iniciativa proviene desde el propio gobierno, de funcionarios incómodos ante duplicidades, faltas de autonomías y dependencias de otros ministerios y tiene una cabeza visible que está en la nómina de todos los últimos posibles cambios de gabinete, gatillados de manera frecuente por un año electoral que ha sido siempre el peor escenario para cambios legislativos relevantes.
Frente a ello,
lo que se plantea en cultura es ordenar lo existente. Está bien, existen
ciertas duplicidades: servicios que dependen de un ministerio diferente al
Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, dificultad administrativa que data desde su creación; falta de recursos para proteger el patrimonio; autonomía
para presentar iniciativas legales y condición de servicio público y no de
Ministerio. Pero, ¿es la prioridad ordenar un sector como es el cultural
que se caracteriza por su creativa dispersión y que no sin dificultades
estableció una institucionalidad pública a su medida que es diversa e
innovadora respecto de todo lo existente?
Sin duda,
la respuesta es negativa. Sin embargo,
la respuesta del gobernante es favorable. ¿Para qué?
Para que
exista un Ministro, con rango y sueldo de Ministro. Para que exista un
subsecretario, para que existan dos servicios públicos dependientes del mismo.
Para que existan secretarios regionales ministeriales. Para que se asemeje a
todos los demás ministerios. Para uniformizar a la cultura, para imponer a
artistas, gestores y audiencias un esquema de funcionamiento similar a la
defensa, las relaciones exteriores, la salud o la vivienda.
¿Para qué?
Si hay una institucionalidad que ha funcionado en lo principal, que ha
destinado crecientemente recursos a los creadores, que ha desarrollado un
programa exitoso de infraestructura, que ha permitido, como en ningún otro
sector, que los incumbentes sean considerados en los diferentes consejos,
convenciones, comisiones evaluadoras y corporaciones privadas sin fines de
lucro.
Para que
toda esta participación se ordene. Que exista una autoridad unipersonal y un
Directorio Nacional cuyos cuatro miembros provenientes de la sociedad civil
sean ratificados por los 3/5 del Senado y reciban una dieta. Actualmente, son
cinco, sólo dos son sometidos a aprobación senatorial, para lo que basta la
simple mayoría, y son ad honórem. Esta modificación, bajar de cinco a cuatro, huele a componenda: dos de gobierno y dos de oposición, introduciendo un factor "empate" en la designación de personalidades de la cultura, a todas luces injusto, dado que es evidente que la mayoría de ese mundo simpatiza con un sector político.
Una matemática simple, señala que la reducción del Directorio Nacional de once a diez miembros termina con la posibilidad de que éste tenga una mayoría diferente a la del gobierno: tres Ministros o representantes de ellos, dos de los aprobados por el senado y uno de los dos representantes de las universidades suman seis. Es decir, tendríamos siempre un Directorio Nacional oficialista, en el que la autoridad política no tendría inconvenientes para hacer valer sus determinaciones. ¿Dónde queda la permanencia de políticas culturales de Estado?
Una matemática simple, señala que la reducción del Directorio Nacional de once a diez miembros termina con la posibilidad de que éste tenga una mayoría diferente a la del gobierno: tres Ministros o representantes de ellos, dos de los aprobados por el senado y uno de los dos representantes de las universidades suman seis. Es decir, tendríamos siempre un Directorio Nacional oficialista, en el que la autoridad política no tendría inconvenientes para hacer valer sus determinaciones. ¿Dónde queda la permanencia de políticas culturales de Estado?
¿No es rigidizar
lo existente reducir a cada cinco años la posibilidad de que dicho Directorio
apruebe políticas? Si bien es cierto que mantiene su facultad de
aprobar la asignación los recursos del Fondart y del eventual fondo concursable
del sector del patrimonio, sólo "conocerá" de las asignaciones de los fondos del
audiovisual, el libro y la música. ¿Y si son contradictorios con lo aprobado en el Fondart o el Fondo del Patrimonio? ¿Quién resuelve? Obviamente el Ministro; actualmente el Directorio Nacional tiene amplias atribuciones al respecto.
Además, el Directorio podrá "proponer al Ministro de Cultura los proyectos de ley y los actos administrativos que considere necesarios para la debida aplicación de las políticas culturales", cuestión que evidentemente no existió en el proyecto actual, generado de manera inversa.
Cuesta imaginar que tales rigideces no provengan de los sectores más conservadores de la cultura, en particular aquellos del ámbito del patrimonio, que disponen de una institucionalidad pesada, que data de 1929 cuando el gobierno del general Carlos Ibáñez creó la DIBAM y que han puesto precio a su modernización. Un "amarre" ante los cambios.
Además, el Directorio podrá "proponer al Ministro de Cultura los proyectos de ley y los actos administrativos que considere necesarios para la debida aplicación de las políticas culturales", cuestión que evidentemente no existió en el proyecto actual, generado de manera inversa.
Cuesta imaginar que tales rigideces no provengan de los sectores más conservadores de la cultura, en particular aquellos del ámbito del patrimonio, que disponen de una institucionalidad pesada, que data de 1929 cuando el gobierno del general Carlos Ibáñez creó la DIBAM y que han puesto precio a su modernización. Un "amarre" ante los cambios.
En
definitiva, un gobierno en su última cuenta pública, intenta,
legítimamente, dejar alguna huella en el terreno cultural legislativo.
Pero carece de un pensamiento fundacional o programático que le
permita una solución creativa, realista y que recoja las inquietudes actuales
del sector, que se reflejan día a día en el debate que emerge cuando se cierran salas de teatro o se incendia un edificio patrimonial. Ante ello, recurre al expediente del orden de lo existente,
pretendiendo equilibrar las cualidades inequívocas de un Consejo con los
temores ancestrales de sus conservadores patrimonialistas.
Es justo
recordar que los gobiernos anteriores legislaron copiosamente en este ámbito,
optando por el camino aparentemente más difícil de “desordenar” lo que había:
innovando en la adopción de un Consejo de la Cultura las Artes en lugar de un ministerio;
estimulando los aportes privados a organizaciones culturales sin fines de lucro
en lugar de empresas; iniciando un incontenible desarrollo en la construcción
de infraestructuras culturales; promoviendo la instalación en el país de
protagonistas, hoy imprescindibles, como las audiencias y los gestores
culturales, en lugar de públicos pasivos y ejecutores de presupuestos fiscales.
Tal
“desorden” calza con las características del mundo de la cultura y lo refleja.
Veremos, en
la discusión que hoy comienza su trayecto parlamentario, si se acuerda aprobar este orden o el proyecto tendrá una vida tan corta como los meses que faltan
para la próxima elección presidencial.
Profesor Navarro, vea la declaración de los trabajadores de la DIBAM: http://es.scribd.com/doc/139797010/DECLARACION-POR-MINISTERIO-DE-LA-CULTURA
ResponderBorrarMuchas gracias.
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