Entre las emociones fuertes de mi vida política recuerdo el aplauso con que recibimos, la larga fila de ciudadanos que esperábamos inscribirnos en los registros electorales poco antes del plebiscito del 5 de octubre de 1988, al primer inscrito de la comuna de La Reina. El futuro votante salió feliz y estoy seguro que se le (nos) escaparon unos lagrimones.
Seguro que varios de los de aquella cola acumularon coraje para desafiar al poder esas mañanas de domingo en que recogían silenciosos los panfletos y felicitaban con una sonrisa a los pocos vecinos que osaban desafiar al poder omnímodo que ya dos veces había realizado novedosas consultas ciudadanas sin registros y con sendas mutilaciones a las puntas de la cédula de identidad.
Aún en aquellas consultas truchas, con ninguna posibilidad de que el dictador fuera derrotado, los partidos democráticos llamaban a votar No, a pesar del riesgo que podía implicar. Es que votar formaba parte de la esencia nacional y era la forma en que se expresaban las voluntades. Aunque ese voto no implicara una victoria cierta ni menos una "pega" próxima.
Esta costumbre colectiva -una de las definiciones de cultura- se reforzaba por clases obligatorias en los últimos años de liceo de Educación Cívica y Economía Política. Se aprendía a votar con la misma determinación que a firmar cheques, extender letras de cambio y a conocer los conceptos de votos válidamente emitidos, objetados, nulos y blancos... Así, cada uno podía enfrentar con sabiduría si alguna vez era seleccionado como vocal de mesa, ocasión en que las familias lo o la acompañaban con excedidas bolsas de sandwichs, galletas, huevos duros y bebidas analcohólicas para compartir con otros vocales, el relevante Presidente de Mesa y los apoderados de las listas de todos los partidos.
Si algo caracterizaba esos encuentros ciudadanos, además de la impecable vestimenta "dieciochera", era el esfuerzo común por no tocar temas políticos ni que pudieran ofender a quienes con toda legitimidad y respeto, profesaban creencias diferentes.
Tampoco era un misterio que la mayoría de los candidatos a alcaldes, regidores, diputados, senadores o Presidente iniciaban una carrera que avizoraba una victoria en varias elección más. La votación formaba parte de un proceso con sosegadas estaciones, muy alejadas de la ansiedad que suele caracterizar a candidatos recientes que si no van seguros, prefieren omitir su rostro en la propaganda.
Por ello fue tan fuerte el que un Presidente democráticamente elegido fuese sacado a punta de cañonazos y bombardeo aéreo del Palacio de Gobierno. Tanto que un destacado editor que acaba de fallecer -Jorge Barros Torrealba- vistió corbata negra desde ese fatídico 11 de septiembre hasta que su cuerpo lo resistió, a pesar de que Allende muy probablemente no fue el candidato que recibió su voto.
Sorprende, entonces, la ligereza con que muchos -elegidos y electores- enfrentan las recientes vulneraciones del registro electoral, que son simplemente ofensas a un listado culturalmente respetado y uno de los sustentos de nuestra democracia.
Se ha herido un patrimonio, sin la gravedad de la barbarie de la quema de 1973, pero permanece el propósito para el que fuera creado: que los ciudadanos y ciudadanas voten expresando así su adhesión a algún postulante, su deseo de dejarlo en blanco o, sencillamente, de anularlo con el insulto o gráfica que la cámara secreta aconseje en ese momento.
Lo que no es sano para nuestra cultura es restarse de esta fiesta nacional.
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