Es quizás una de las constantes del esfuerzo por obtener financiamiento para la cultura en Chile. Tarde o temprano, alguna tragedia natural asolará cualquier recinto destinado a las artes. Tal vez por eso, nuestra historia de la infraestructura cultural casi no registra movimientos -valga la ironía- luego del titánico esfuerzo por terminar la edificación del Museo Nacional de Bellas Artes, en 1910, a pesar de haber tenido que sobrellevar el terremoto de 1906, que devastó Valparaíso y las arcas fiscales. Un inadvertido podrá decir que los edificios museales o bibliográficos han sufrido más daños en los últimos años. Es que recién en 1990, el país comenzó a preocuparse en serio de disponer de espacios culturales acordes con su desarrollo.
El 27/F dejó en lamentables condiciones al MAC del Parque Forestal y complicado al novísimo Museo de la Memoria. El 16/S parece haberse ocupado más de pequeños museos y bibliotecas del norte chico. En todo caso, siguiendo la estructura estatal vigente, afectó más a dependencias de la DIBAM que a aquellas financiadas vía Consejo Nacional de la Cultura.
Es que atávicamente, los presupuestos de los espacios públicos chilenos no consideran fondos para manutención. Mucho menos para restauración. De ahí que tras cada evento telúrico sea necesario resignar recursos internos y/o recurrir a los fondos generales de emergencia.
El problema, en el segundo caso, es que siempre hay prioridades más urgentes como los hospitales, los puentes, los caminos, los embalses.
Lo dramático es que, en efecto, muchas veces se puede esperar, pero los costos en el interinato se incrementan en dólares o UF mientras los fondos públicos reposan en congelados pesos. Vienen entonces los recortes que dejan edificios sin terminar, sin ascensores, con calderas inútiles o con segundas y hasta terceras etapas por venir.
Es lo que por segunda vez podría afectar a la gran sala del GAM, que ya fue postergada en 2010.
Lo complicado es que si bien hay muchos aspectos en los que el trabajo de los gestores con el sector privado o las audiencias puede contribuir a una infraestructura cultural, la edificación o la restauración no está entre ellos. Hasta el más liberal de los planificadores piensa que financiar infraestructura debe ser tarea del Estado.
La forma de salir de este círculo vicioso es utilizar los aportes de la gestión en labores de manutención que reduzcan al mínimo las necesidades derivadas de una tragedia natural. Su complemento, debiera ser la existencia de programas estatales permanentes de apoyo a edificios que sufren daños impredecibles.
Porque los edificios de la cultura pueden esperar, pero aquellas actividades artísticas que acogen, no. Son precisamente los espacios donde la población puede y debe refugiarse en las tragedias para reconfortarse con un libro, estimularse con una obra de teatro o engrandecerse con una muestra de artes plásticas.
En consecuencia, el financiamiento cultural, en un país como Chile, debe también asumir una condición mixta en la cual las audiencias y los gestores contribuyan con recursos para la prevención y el Estado se haga cargo, inevitable y rápidamente, de la restauración.
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