Cuando se avecina la conmemoración de los 50 años del golpe de 1973, es aconsejable revisar el panorama que vivimos en los años previos al 4 de septiembre de 1970, cuando Allende fue elegido.
Y no es que la cultura llegara a articular el allendismo o los valores democráticos que éste sustentaba. La cultura ya estaba. Lo que nos remonta a la creación de ese verdadero ministerio de artes que fue la Universidad de Chile desde su instalación en septiembre de 1843.
En efecto, el simbólico discurso de Allende en el balcón de la Fech, la noche de su victoria, implica un reconocimiento a "egresados, maestros y estudiantes" que habían llevado durante muchos años las banderas de la cultura en Chile.
De otro modo no se explica la rapidez con que el naciente gobierno de la UP enfrentara tareas culturales que lo caracterizaron, como la empresa editora nacional Quimantú; Chile films; sellos discográficos como Alerce o Dicap; compañias de teatro profesional como Ictus, Ituch, Los cuatro y tantas otras, y las innumerables peñas y conjuntos musicales que recorrían el país. También la Orquesta sinfónica y el Ballet nacional o la Oficina del pequeño derecho de autor y las decenas de compositores, intérpretes y toda clase artistas que surgían de la Facultad de Artes y de las sedes regionales de la universidad.
Esta verdadera herencia, sólida y de gran espesor, permitió que, por ejemplo, en pocos meses la prensas de Zig Zag, devenidas en Quimantú, comenzaran a arrojar millones de ejemplares en muy poco tiempo. Porque la creación de revistas estaba en manos de Alberto Vivanco, con fuerte experiencia en publicaciones como Ritmo, La chiva y otras; las ediciones de libros de ficción estaba encabezada por el vigente editor de Nascimento, Joaquín Gutierrez, asesorado por el literato y voraz lector Alfonso Calderón, mientras las ediciones de no ficción fueran encabezadas por el ex senador y autor de varios libros, Alejandro Chelén. Todos ellos arropados por sendos comités de lectores conformados por consolidados y noveles escritores militantes de los partidos de la UP. Incluso, la naciente colección infantil, Cuncuna, tuvo desde sus inicios la asistencia de las académicas de la Escuelas de Educadoras de párvulos de la U. que dirigía Linda Volosky.
Podemos enumerar otro tanto en cineastas comprometidos, artistas plásticos que se formaban y exponían en la escuela respectiva y su museo vecino, el MAC.
De modo que no es extraño sino natural que la cultura de inicios de los años 70 actuara como eje articulador del pensamiento político que se fraguaba en la práctica a la que era sometida la teoría que esgrimían los partidos de la Unidad popular.
Como corolario indispensable, esta nutritiva presencia de la cultura en el escenario político, aportaba el ingrediente indispensable para lograr la esquiva mayoría del 50% más uno de los votantes, que Allende necesitaba para respaldar su proyecto revolucionario.
Para ello, para democratizar la cultura, los creadores e interpretes eran indispensables pues tenían no solo los contenidos -literarios, musicales, pictóricos, esculturales, muralísticos, cinematográficos- sino una cercanía con el público al que el mensaje del allendismo quería llegar. Tenían simpatías que se reforzaban por sus presentaciones en vivo, sea en sindicatos, poblaciones, universidades o en los nacientes canales de TV, orientados por las universidades.
Un buen ejemplo para aspirar al 50% mas uno lo constituyó el esfuerzo editorial de Quimantú que publicaba semanalmente en quioscos la colección Minilibros y quincenalmente y alternados, los textos de Quimantú para todos y Nosotros los chilenos. Todas en varias decenas de miles de ejemplares, tal como Cuncuna que se dirigía a los niños y Cuadernos de educación popular que se orientaba a reforzar la formación política de las bases de la izquierda.
Similar rol jugaba la TV y las decenas de publicaciones periodísticas, diarios como El Siglo, Puro Chile, Clarín, Ultima Hora, y revistas como Chile hoy, Mayoría, Onda, Paloma, Hechos mundiales o Ramona.
La sola presencia, en los atiborrados quioscos de las esquinas más concurridas en todo el país, de una variedad infinita de publicaciones -de gobierno y de oposición; de historietas o juveniles; deportivas o femeninas- hablaba por si sola de la profunda vocación democrática de la sociedad chilena. Se pensaba que ese diálogo que día a día se daba en las portadas de los diarios y revistas garantizaría la estabilidad democrática del país.
Pero no todo fue miel sobre hojuelas, sabedores de este rol democratizador, las fuerzas contrarias a Allende estimularon conflictos en los canales de TV (el canal de la U de Chile se dividió en dos, uno de gobierno y otro de oposición), en la provisión de papel ("La papelera no") ... pero no fue suficiente.
Una vez desatado el golpe de Estado, la cultura y las artes tuvieron el dudoso privilegio de ser reprimidas con rapidez y profundidad. Museos, Quimantú, Chile films, peñas, sedes universitarias... fueron objeto de verdaderos operativos militares como si fuesen objetivos enemigos que debieran ser capturados a balazos.
No fue suficiente. Se quemaron explícitamente, ante las cámaras de canal 13 y en el nuevo barrio San Borja donde vivían muchos jóvenes profesionales, ejemplares de libros de Quimantú, de "cubismo", de cualquier tema que pareciera ser de izquierda. Una acción que se multiplicó inmediatamente a muchos hogares que, viendo esa atrocidad en sus pantallas, procedieron a replicarla en sus bibliotecas personales.
Tampoco bastó. Hubo que recurrir a crímenes atroces como los de Víctor Jara en el estadio Chile y el maestro Jorge Peña Hen, a manos de la caravana de la muerte, en La Serena. Además, centenares (¿miles?) de artistas sufrieron prisión en los campos destinados para tal efecto. Dejaron testimonio de aquello obras como "Tejas verdes" de Hernán Valdés sobre la prisión militar de Santo Domingo o "Un viaje por el infierno" de Alberto -Gato- Gamboa sobre el campo de Chacabuco donde compartió prisión, entre otros, con Ángel Parra.
Así, la anti democracia castigaba a sus oponentes y, de paso, amedrentaba a los millones de admiradores de los artistas reprimidos.
Poco a poco se fue desmantelando aquella construcción de mas de un siglo del aparato cultural chileno. Se intervinieron las universidades y de paso sus canales de TV; se cercenó y dividió en pedazos a la Universidad de Chile y la Universidad Técnica del Estado (UTE); las máquinas impresoras de Quimantú terminaron vendidas como chatarra; los grupos musicales más destacados como los Inti Illimani o los Quilapayún iniciaron un largo exilio; compañías teatrales enteras migraron a países amigos; pintores y escritores debieron abandonar el país y muchas veces su idioma para reconvertirse en Europa occidental o países de la órbita socialista.
La cultura en Chile, sus cultores, iniciaron un tránsito por el desierto sin saber cuánto duraría.
Sin embargo, como afirma el lugar común, es el alma de un pueblo y el alma no muere. Por tanto, desde ocupaciones de sobrevivencia, muchos siguieron expresando su arte, alentados por sus colegas exiliados; las iglesias y otras organizaciones defensoras de los derechos humanos; embajadas de países democráticos, y las propias organizaciones sociales reconstituidas alrededor de ollas comunes, talleres de arpilleristas, bandas y grupos de teatro precarios.
Vinieron tiempos de persecución, de censura, de oscuridad, de esperanza.
Hasta que llegó el minuto de reverdecer, del llamado a volver a cerrar filas por el retorno a la democracia, en la campaña del NO. Alrededor de ese llamado, muchos retomaron sus talentos y se sumaron a un clamor cultural: la alegría que viene.
Pero, esa es otra historia.
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