31 julio 2015

CIVILIZACIÓN Y BARBARIE EN LA LITERATURA MILITAR

Balmacedistas en 1891 en la cárcel de Valparaíso, de autor desconocido.

Desde Doña Barbara o La vorágine, dos novelas clásicas de la literatura latinoamericana, el motivo literario de la lucha entre la civilización y la barbarie ha estado muy presente tanto en la ficción como en la no ficción de las letras del continente. El interesante libro de Carmen Mc Evoy Guerreros civilizadores, política, sociedad y cultura en Chile durante la Guerra del Pacífico, publicado por la UDP, trae nuevamente a la palestra el papel que, en esta disyuntiva, han jugado diferentes actores de la sociedad chilena, en especial, el Ejército.


Desde Bernardo O'Higgins, empapado de las ideas franc masónicas, que abolió la esclavitud y las peleas de gallos y fundó la Biblioteca Nacional el 19 de agosto de 1813, considerado un civilizador, a Casimiro Marcó del Pont, que, en las filas de los bárbaros, en 1816 prohibió los carnavales dejándonos en la tristeza de un inicio de cuaresma gris, con el siguiente bando: "Teniendo acreditada por la experiencia, las fatales y frecuentes desgracias que resultan de los graves abusos que se ejecutan en las calles y plazas de esta Capital en los días de Carnestolendas (carnaval) principalmente por las gentes que se apandillan a sostener entre sí los risibles juegos y vulgaridades de arrojarse agua unas a otras; y debiendo tomar la más seria y eficaz providencia que estirpe de raíz tan fea, perniciosa y ridícula costumbre; POR TANTO ORDENO Y MANDO que ninguna persona estante, habitante o transeúnte de cualquier calidad, clase o condición que sea, pueda jugar los recordados juegos u otros, como máscaras, disfraces, corredurías a caballo, juntas o bailes, que provoquen reunión de jentes o causen bullicio..."

Entre militares civilizadores puede considerarse al general Carlos Ibañez del Campo y su Ministro de Educación, el general Mariano Navarrete, que, a punta de un Decreto con Fuerza de Ley, crearon la DIBAM en 1929. Entre los bárbaros, al que fuera Comandante en Jefe del Ejército Roberto Silva Renard, ejecutor de la orden de matanza de la Escuela Santa María de Iquique, el 21 de diciembre de 1907 en Iquique, en contra de obreros del salitre y familiares de éstos, provenientes desde las oficinas salitreras de las pampas de Tarapacá, y que estaban en huelga producto de peticiones de mejoras laborales no solucionadas. El desconocido atentado anarquista en contra de su vida es vivamente relatado en la Historia Secreta de Chile, de Jorge Baradit.

El general Carlos Prats, también Comandante en Jefe, escribió el ensayo Benjamín Vicuña Mackenna y las Glorias de Chile, recibiendo una mención de honor en el concurso del Memorial del Ejército de Chile, en abril de 1957; reeditado por Pehuén editores en 1973. Su sucesor, en cambio, sufrió acusaciones de plagio por su libro Geopolítica y tiene en su triste récord el haber ordenado la quema de 50 mil libros del Premio Nobel Gabriel García Márquez, en noviembre de 1986, en Valparaíso.

Los "militares civilizadores" de la guerra del Pacífico, que registra Mc Evoy, son contemporáneos y a ratos los mismos que, como el coronel Leandro Navarro en Crónica de la Pacificación de la Araucanía (Pehuén 2007) escriben con respeto y admiración por el pueblo mapuche siendo reconocido como "una nueva Araucana" en su prólogo por el académico José Ancán: "Redactada desde la soberbia complaciente de los vencedores; el autor, uno de sus protagonistas directos, abre y concluye su obra poniendo al mismo nivel “la misión pacificadora” del la Araucanía con la coetánea Guerra del Pacífico: “los baluartes en que cimienta sus glorias el Ejército antiguo” (p.137). Queda claro eso sí, que pese a los autoproclamados honores, fue esta una guerra unilateral, donde uno de los adversarios –el Ejército chileno– en nombre de una supuesta superioridad encubierta en la noción de “civilización”, consideró que el territorio mapuche, hasta entonces absolutamente independiente, hecho que había sido sancionado tanto por la fuerza de los acontecimientos, como por un tratado suscrito hacía más de 300 años con la Corona española, le pertenecía sine qua non. Es por esto que el Estado chileno declara fiscal el territorio mapuche antes de ocuparlo".

El protagonista del relato Un veterano de tres guerras, José Miguel Varela, conservando su grado militar, destacó tanto en la docencia en un liceo público como en tareas de distribución de tierras en Malleco y Cautín, recientemente incorporadas al territorio nacional por el gobierno de José Manuel Balmaceda y por encargo del propio Presidente. Varela llegó incluso a discutir con el intelectual peruano Ricardo Palma sobre aquellos libros de la Biblioteca Nacional del Perú que debieran o no formar parte del botín de guerra que se enviaría a Santiago luego de la ocupación de Lima.

Ambos militares fueron exponentes de un país que pasó su primer siglo de vida en combates: la Guerra de Arauco, la Guerra del Pacífico y la Guerra Civil de 1891, hasta ser borrados de los registros del Ejército, fruto de la “hecatombe” de los acontecimientos políticos de 1891, como Navarro califica a la circunstancia que, mientras Balmaceda civilizó creando vías férreas, ciudades y obras publicas, sus rivales destruyeron, en barbaras hordas, las bienes de sus oponentes derrotados.

Durante la dictadura cívico militar iniciada en 1973, en el Ejército de Chile se produjo un gran retroceso hacia la barbarie, llegándose a la quema personas o la prueba de venenos en prisioneros políticos y comunes, para ser ocupados posteriormente en adversarios políticos.


Revisando nuestra historia de fines del siglo XIX -en el actual contexto- es inevitable preguntarse qué pasó con nuestro Ejército, entonces devotamente subordinado al mando civil, recibiendo ordenes, incluso en el campo de batalla, de autoridades sin carrera militar o colaborando con las tareas de poblamiento e incorporación al país de nuevos territorios conquistados sea al norte del río Loa o al sur del Bío Bío y verlo ahora sin capacidad de reacción ni sensibilidad frente atrocidades cometidas por sus integrantes activos en las décadas del setenta y el ochenta del siglo XX.

La civilidad fue determinante en el resultado, favorable a Chile, de la Guerra del Pacífico, luego de que el heroísmo de Arturo Prat conmoviera hasta lo más profundo a nuestra sociedad y se enrolaran  miles de compatriotas que finalmente entraron -los sobrevivientes- victoriosos a Lima., encarnando, en palabras de Mc Evoy, los anhelos de una república joven y pujante que vio en la guerra la oportunidad para establecer no sólo su autonomía económica sino un lugar destacado en el “concierto de las naciones civilizadas”.

En este mismo texto es posible verificar cómo la burocracia pública chilena llegaba inmediatamente detrás de los soldados, a hacer funcionar el territorio conquistado, pero no en condición de campamento, sino de la capacidad de mejorar las condiciones tecnológicas y humanas preexistentes.

Es decir, un ejercito subordinado y complementado con la autoridad y las tareas civilizadoras de un país pujante que construía a fines del siglo XIX lo que sería su integridad territorial que aún esgrime.

Algo ocurrió que esta amalgama -muchas veces cruzada por organizaciones laicas y progresistas, como la masonería- se quebró con la Guerra civil de 1891.

El resultado, aparte del suicido del Presidente Balmaceda en la Legación argentina, fue un país dividido en el que hordas populares asaltaban bienes y propiedades de los derrotados y que miles de civiles y militares que combatieron trabajosamente en Antofagasta y Perú, terminaron degradados militar y humanamente, agrupandose algunos en violentas bandas de asaltantes.

Conmovedor resulta el conflicto que se le plantea a José Miguel Varela al ser invitado por ese ejército al que sirvió lealmente y que luego lo humilló, a desfilar con los batallones olvidados de los veteranos del 79 en esa parada de celebración de centenario en 1910, en el Parque Cousiño.

Su dilema era el de Chile: incorporarse a ese desfile con quienes había combatido y reencontrarse con tantos veteranos -harapientos muchos- con los que tenía cariño y una nación en común. O restarse y mantener vivo el natural resentimiento hacia quienes lo habían marginado de su ejercito.

Como muchos, optó por marchar junto a sus camaradas viejos combatientes, comprar a un ropavejero medallas similares a las que había destruido mientras vivía la persecución anti balmacedista y demostrar -a sus hijos y a nosotros- que un país se construye con todos sus hijos.

No recibió a cambio la misma moneda. Ese ejército no era el mismo y se desatendió de los civiles que lo habían reforzado en los campos de la batalla y de la paz posterior.

Lo que siguió fue solo la profundización de esa lejanía que llegó a horrores durante la dictadura  que comenzó en 1973.

Y hoy, revisando la historia, ¡cómo quisiéramos que la barbarie se reconozca!, se degrade a los responsables y la tendencia se revierta para poder -tal vez- recuperar algo de ese ejercito, partícipe y actor de la civilización, que alguna vez tuvimos.

No sólo en la literatura.

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