El ex músico de Los Prisioneros, Jorge González, en entrevista reciente en revista Qué Pasa, justifica su personalidad diciendo que fue un chico que se formó leyendo libros de Quimantú y no viendo series de TV como Miami Vice. La metáfora del rockero es reveladora de cuánto calaron las obras culturales del Presidente Allende. Cuando se celebra un centenario de su nacimiento, el 26 de junio, es ocasión propicia para reflexionar sobre la política hacia el arte de su gobierno.
Antes, debo confesar que inicié mi vida laboral en 1971, desde entonces permanentemente vinculada a la cultura, casi junto con la asunción de Allende a la Presidencia de la República. Debo reconocer que entonces adhería más al proceso revolucionario que él encabezaba que al mundo del arte y la cultura que hoy me identifica. Debo agregar que no dejé de sentirme incómodo por provenir más de la sociología (era estudiante universitario) que de alguna de las disciplinas artísticas. Recuerdo que existía una extraña mezcla entre los creadores de belleza y los creadores de riqueza, los obreros. Sin pertenecer a ninguno de ambos grupos, admiraba a ambos. Se vivía un tiempo en que muchos de los miembros de estos sectores deseaban sinceramente que las fábricas fueran creadoras de arte y los artistas, fabricantes de productos materiales.
Aunque discutimos hasta el agotamiento quién tenía la razón y dejamos nuestras mejores fuerzas en los trabajos voluntarios y las empresas del área social, no llegamos a alcanzar ese ideal. Los artistas no superaron a los obreros en fuerza física, ni lo obreros lograron capacidades creadoras significativas. Pero, lo intentamos. Lo predicamos y por sobre todo, lo creímos posible.Todo ello, mirando poco para el lado, despreciando a quienes no disponían de alguna de estas vertientes privilegiadas: ser obrero o ser artista. Los primeros tenían prioridad para administrar industrias, dirigir partidos políticos y hasta ser partes del gabinete, tambien para recibir a través de sus sindicatos y federaciones las mejores y más económicas creaciones culturales (algo así como lo que ocurre hoy con la condición de empresario).
Entre los artistas, Neruda escribía inspirado en la clase obrera; Quilapayún y Víctor Jara cantaban en sedes sindicales, creadores de todas las edades desfilaban orgullosos luciendo las camisas de las juventudes comunista o socialista. Los artistas visuales disponían de espacios en los muros emergentes del Edificio de la UNCTAD, los escritores tenían excelente acogida en las prensas de Quimantú, los cantantes llegaban a DICAP como a su casa y los cineastas gobernaban Chilefilms sin contrapeso.
Los lectores no supieron que lo eran hasta que llegaron a sus quioscos favoritos o sindicato correspondiente las ediciones masivas y muy baratas de las series Minilibros, Nosotros los Chilenos o Quimantú para todos. Los niños se sintieron privilegiados no sólo por el medio litro de leche, tambien por la colección de libros infantiles Cuncuna.
Es que en el gobierno de Allende se dignificó hasta el paroxismo el trabajo manual y el trabajo creativo. Sólo que muchos entendieron tarde lo relevante que ello era para ser mejores como personas y mejores como país.
Quizás porque no supimos expresarlo bien, quizás porque algunos no supieron entenderlo bien y creyeron que se trataba de eliminar al otro y no ser mejores junto al otro.
El hecho es que muchos lo sufrimos. Especialmente cuando quienes no creían en el trabajo manual ni el trabajo creativo como motores de una sociedad, dieron muestras de entender cabalmente a quienes había que reprimir: quemaron libros, asesinaron cantantes, encarcelaron actores, destruyeron cuadros, demolieron universidades y exiliaron artistas.
No obstante, la figura de Allende sigue presente, especialmente en aquellos que lo entregaron todo siguiendo a este líder de los anteojos de marcos robustos y que lleva el apellido quizás más homenajeado por los creadores, de Chile y el mundo; a pesar de que su política hacia el arte y la cultura marcó más bien el final de una etapa de nuestra historia. Aquella en la que el Estado era el protagonista del desarrollo de las artes. A través de él se financiaban los creadores, las universidades, los canales de televisión y las industrias culturales. Quimantú fue una empresa gigantesca, con más de dos mil trabajadores, que tenía en su interior varias sub empresas: de publicidad, de distribución, de impresión y de edición de libros y de revistas. Lo que hoy se llamaría un holding, muchas veces beneficiado con precios subvencionados del dólar para adquirir papel, compras formidables del gobierno y ventas masivas hacia socios político-comerciales como Cuba, país al cuál se le imprimían millones de textos escolares.
No obstante eso, Quimantú es recordada, con justicia, como símbolo de una política de difusión de la cultura a través de sus libros, que lograron una efectiva democratización del acceso a la lectura.
Adicionalmente, Allende quiso dejar vinculada las artes a su principal obra arquitectónica, el edificio de la UNCTAD al que llamó Centro Cultural Metropolitano Gabriela Mistral, logrando en su interior un encuentro y diálogo del gran público con las artes visuales.
La pregunta es si esta intensidad artística del período la de Unidad Popular habría podido sustentarse en el tiempo, especialmente cuando se enfrentara a la actual situación mundial en la que el mercado gana terreno y los aportes gubernamentales retroceden aún en la antes irreductible Francia de Malraux.
Sin embargo, hay situaciones que ni Allende ni los “nuevos tiempos” han cambiado del todo: “El Estado –escribió el crítico cultural allendista Hans Ehrmann en diciembre de 1970-, en forma directa e indirecta, subvenciona dos orquestas sinfónicas, tres ballet y una serie de otras actividades artísticas. Su apoyo surge de través de las universidades, la Municipalidad de Santiago, el Ministerio de Educación. Cada una de esas instituciones mantiene su pequeño feudo cultural, sin que hasta la fecha se haya hecho un intento por racionalizar la inversión estatal en el arte”.
Curiosamente, sobre las cenizas del sueño de Allende, en el futuro Centro Cultural Gabriela Mistral, se están sentando las bases para un gran espacio de difusión masiva de las artes escénicas y musicales.
Allí, los futuros Jorge González podrán disfrutar de obras de danza, teatro y música que hasta ahora les eran vedadas, como si estuvieran prisioneros…
Todos juntos, sin distinción particular o estudios específicos, podemos ser parte de este mundo cultural, que no solo se gesta en Centros Culturales sino en la memoria de la Nación.
ResponderBorrarArturo, es que Zubi se acostumbro bien al "frio" en Nueva York...
ResponderBorrarEn realidad, los artistas somos todos.