Como estudioso de las políticas culturales, me parece interesante que las páginas editoriales de El Mercurio se refieran tres veces en una semana a la manera cómo se debe financiar la cultura en el país, reiterando la sugerencia de que “se opte por una forma de distribución de recursos en lo cultural, que entregue la decisión a los ciudadanos mediante incentivo tributarios”.
Veamos porqué se origina la situación planteada.
En la historia de nuestras políticas culturales, nunca se había entregado decisión alguna a este respecto a los ciudadanos, hasta que se dictó la Ley de Donaciones Culturales, en 1990. La concepción nacional, caracterizada por aportes exclusivamente públicos a la cultura une a Presidentes tan disímiles como Ibáñez del Campo, que creó la DIBAM; Jorge Alessandri, que entregó la TV a universidades que gozaban de financiamiento público; Frei Montalva, que fomentó ambiciosos planes de alfabetización a través de la Promoción Popular, y Allende, que creó la empresa Editora Nacional Quimantú. Gobiernos de todos los signos políticos basaban su accionar en este terreno en dos premisas: una, que el desarrollo en este campo era tarea del Estado -como la salud, la vivienda o la educación-, y dos, que se trataba de fomentar principalmente el desarrollo de las artes, no de la cultura como un todo: del “escenario” y no de la “platea”.
A contar de 1990, ambas premisas fueron reemplazadas por dos concepciones, más modernas, una, de que la cultura es “tarea de todos” y dos, que en su desarrollo debemos preocuparnos no sólo de lo que ocurre con los creadores sino también del público, de sus audiencias: “del escenario y de la platea”.
Ambas novedades, dado que agregan nuevos actores al proceso cultural, debieran apuntar también a que estos nuevos actores participen del financiamiento de la cultura. Pero en la práctica no ha ocurrido así, al menos en las dimensiones que se esperaba. Ello se debe a que en Chile carecemos de un requisito elemental que poseen los países que fomentan el desarrollo cultural a través de incentivos tributarios a las personas: el espíritu filantrópico.
Es verdad que a comienzos del siglo XX tuvimos personalidades excepcionales como Federico Santa María que dejó como testamento la necesidad de educar a “los proletarios” en la escuela básica, las artes y oficios y la ingeniería, aspiración que se cumple hasta hoy en un campus articulado alrededor de un teatro o Aula Magna que sostiene temporadas musicales y artísticas de gran nivel. Tal es la relevancia de dicho testamento que adorna el ingreso a la universidad que lleva su nombre.
La pregunta es qué ocurre hoy con los émulos de Santa María, que no han seguido su filantrópico ejemplo. La respuesta nos lleva a que un buen número de ciudadanos, en lugar de aportar a la cultura, optan por financiar obras de caridad, movimientos de iglesias y ocasionalmente, campañas comunicacionalmente poderosas como la Teletón.
Si comparamos aquellos recursos con los montos destinados por los ciudadanos a la cultura –aún con la existencia de la manifiestamente mejorable Ley de Donaciones Culturales- podemos ver que éstos no llegan siquiera a financiar en su totalidad empeños tan loables como el Teatro Municipal, la Temporada Beethoven, los elencos de la Universidad de Chile, las orquestas juveniles o el Festival Teatro a Mil, sin mencionar museos ni edificios patrimoniales. Para qué decir de los centros culturales como Matucana 100, Balmaceda 1215, Centro Cultural Palacio de La Moneda o el Teatro Regional del Maule. Detrás de todos ellos hay aportes públicos, de no ser así, no subsistirían. Escapa a esta regla el Centro Cultural Estación Mapocho que logra eludir la necesidad de recursos públicos para financiar la conservación de un monumento nacional y crear audiencias culturales, a través del arriendo de espacios para ferias comerciales. Tampoco lo hace por la vía de donaciones filantrópicas.
Entonces, lo que debemos hacer como país, para cumplir con los deseos del tri-editorialista, es estimular la filantropía.
En los países que parecen inspirar su objetivo, morir con fortuna, sin legar sus bienes a una universidad, un museo, un teatro o una buena causa, es mal visto. Ello por que se trata de sociedades diversas, plurales, en las que los más diversos grupos hacen esfuerzos para que sus ideas, sus principios, su identidad pueda destacarse, conocerse y convivir con la de otros a través de las más diversas manifestaciones culturales.
En un país como el nuestro, con errada autoconciencia de homogeneidad, en que recién estamos tomando conocimiento de nuestra condición multicultural y de la existencia de minorías indígenas y de inmigrantes que llegan con su propia cultura, todavía prima en algunos sectores la experiencia europea, reflejada en el rol jugado por los monarcas absolutos desde el siglo XVII hasta finales del siglo XIX y el rol de la iglesia medieval según el cuál, el deber del desarrollo de la cultura está en manos de reyes, nobles, o pontífices. Esa tradición nos la trajo el conquistador español y la reforzó la fascinación ante el presidencialismo francés. Creímos, equivocadamente, que un Estado pobre y pequeño, con una población con enormes urgencias, podía hacerse cargo del desarrollo cultural.
La realidad nos demuestra que no es así. Afortunadamente, cuando se derrumbaban los modelos estatistas de desarrollo cultural en el mundo, el país logró establecer en 2003, un Consejo Nacional de la Cultura y las Artes como el que prima en Gran Bretaña y otros países de la Comunidad Británica, basado fuertemente en el principio de la “distancia de brazos”, en el que el gobierno determina el monto de los fondos que proveerá y un consejo autónomo determina a quienes son otorgados.
Esa opción, ratificada por ley, y con vocación de Política Cultural de Estado no es contradictoria ni incompatible con el estimulo de incentivos tributarios a privados.
Para aplicarla, se debe crear condiciones para que estos incentivos favorezcan a todo tipo de manifestaciones desde los grandes centros culturales, museos, bibliotecas y teatros hasta manifestaciones culturales por minoritarias que sean, a las culturas indígenas, a las artes que surgen de las vanguardias… y sobre todo, se requiere de una gran campaña de promoción de la filantropía, que premie a los Federico Santa María del presente, que asegure que tantas iniciativas probadas y meritorias como por ejemplo la Fundación de Orquestas Juveniles o el plan de bibliotecas públicas creado por la DIBAM gracias a un filántropo extranjero, van a tener una larga y fructífera vida gracias a filántropos chilenos que se han hecho parte de la Política Cultural que el Estado de Chile se ha fijado de manera participativa, descentralizada y a través de un organismo plural que trasciende gobiernos y divergencias ideológicas.
La decisión de los ciudadanos en cultura mediante incentivos tributarios debe enmarcarse en la Política Cultural del Estado de Chile y, sobre todo, estar basada en una incontenible marejada filantrópica de los mismos que, desafortunadamente, aún no pasa de pequeños oleajes.
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