Podría interpretarse como un signo de los tiempos. El anuncio de creación de un centro cultural destinado a la promoción de las artes visuales, en el antiguo aeropuerto de los Cerrillos, ha devenido en un debate sobre la escasez de recursos para la cultura. Pero en una dirección equivocada, esto es, respecto de qué otro destino pudieran haber tenido aquellos fondos, algo así como ¿Y porqué no me los dan a mí?
El humorista del diario El País, El Roto, el 11 de junio, ironizó con el hecho -lamentablemente reiterado en el mundo- que suele valorarse la cultura, pero no hay disposición a pagar por ella. Lo que se puede aplicar a que estoy dispuesto a recibir recursos públicos -que por alguna razón merezco-, pero no a hacer el esfuerzo de complementarlos con mi gestión, ni a desplegar socialmente las razones que demostrarían que los requiero, ni menos expresar la voluntad de compartirlos.
Es la cultura que parece predominar en los museos públicos que pertenecen a instituciones -como la DIBAM o la Universidad de Chile- que durante décadas estuvieron a cargo del desarrollo cultural del país, con una sola fuente de financiamiento: el Estado. Cuando éste diluyó el aporte económico durante la dictadura, se generó un sentimiento de castigo que no ha podido ser permeado por nuevas estrategias de desarrollo de las artes y la cultura que recorren el país desde el retorno a la democracia.
Por ello, ponen el ojo en iniciativas como un Ministerio que piensan -equivocadamente- reverdecerá los laureles de los aportes gubernamentales sin requerir a cambio planes de gestión, trabajo de formación de audiencias u otros beneficios sociales. O en salir a la palestra reclamando fondos cuando otros parecen recibirlos.
Entonces, reaparece la conclusión anunciada: "el Estado destina pocos recursos a la cultura". Es verdad, somos un país con muchas otras prioridades, pero, a cambio, se pone a disposición del mundo cultural mecanismos y estrategias para incrementarlos. No otra cosa son los fondos concursables, la ley de donaciones (o estímulos tributarios), las corporaciones y fundaciones, el coworking, las asignaciones directas por glosa presupuestaria y tantos otros como creatividad hay en sus impulsores.
Son emblemáticos los casos de dos corporaciones culturales -Balmaceda Artejoven y Matucana 100- que fueron sometidas hace seis años al injusto escarnio de reducir sus aportes fiscales a la mitad, que sin embargo, pudieron sobrevivir y crecer gracias a una intensiva y profesional gestión.
En la línea de reforzar y multiplicar por la vía de la inversión adecuada los escasos recursos públicos, se inscribe la propuesta de crear un Consejo Nacional de la Infraestructura y la Gestión, sólidamente instalado en el "espíritu" del proyecto de ley que creará el Ministerio de Cultura más no en su articulado, que permitirá a los propios gestores de espacios culturales ponderar y asignar recursos públicos a aquellos espacios públicos o privados que, fundadamente, lo requieran.
La cultura es valiosa y tiene un costo, aunque en ocasiones parezca gratis, lo que no es real. Alguien paga por ella. Jorge Orlando Melo, ex Director de la Biblioteca Luis Ángel Arango de Colombia, señala: “Si se quiere que el arte llegue gratuitamente al público, se afirma la obligación de todos los ciudadanos de pagar impuestos para sostener a los artistas y creadores, sin que se resuelva el problema de la independencia de la cultura, amenazada según distintas perspectivas por el mercado mismo o por el Estado, que usa el apoyo a la cultura para legitimarse y para legitimar sus políticas, o por las empresas privadas que a través de sus actos de mecenazgo exhiben su generosidad, orientan el arte para debilitar su espíritu crítico o cubren los rasgos negativos que pueden afectar sus marcas”.
Lo que se agrava porque, normalmente, lo gratuito no ocurre en espacios destinados a la cultura –que no pueden sostener una política de gratuidad permanente- sino en lugares públicos que no pueden sostener una política de programación cultural estable. Por tanto, hay una contradicción. En ese caso es preferible optar por el espacio cultural, pues es capaz de formar audiencias culturales no ocasionales.
Otra estrategia son los precios diferenciados. Desde cobrar el precio real (para quién trabaja y está en edad productiva), el precio rebajado (para estudiantes y adultos mayores) y el precio subsidiado (para sectores carenciados). La gratuidad total debe reservarse para casos muy calificados y que manifiesten explícitamente su interés y su imposibilidad de pago. Ello son, normalmente, quienes más valoran la cultura.
Lo que se agrava porque, normalmente, lo gratuito no ocurre en espacios destinados a la cultura –que no pueden sostener una política de gratuidad permanente- sino en lugares públicos que no pueden sostener una política de programación cultural estable. Por tanto, hay una contradicción. En ese caso es preferible optar por el espacio cultural, pues es capaz de formar audiencias culturales no ocasionales.
Otra estrategia son los precios diferenciados. Desde cobrar el precio real (para quién trabaja y está en edad productiva), el precio rebajado (para estudiantes y adultos mayores) y el precio subsidiado (para sectores carenciados). La gratuidad total debe reservarse para casos muy calificados y que manifiesten explícitamente su interés y su imposibilidad de pago. Ello son, normalmente, quienes más valoran la cultura.
Cuando la cultura es gratuita es difícil establecer cuánto hay de interés real del público y cuánto de “aprovechar la ganga”. Por ende es complejo discriminar si estamos cumpliendo con una práctica de difusión o con una política de formación de audiencias.
Es aconsejable exigir un gesto previo a la asistencia a un acto gratuito, como retiro de entradas con anticipación, con un límite de asientos; visitar una página web y bajar la entrada… Esto permite, además identificar ante el público quién es el que está pagando por usted, entregando la información correspondiente.
Se evita así la idea equivocada de que la cultura es gratis.
Es muy valiosa pero, además, tiene costo.
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