08 septiembre 2014

JOAQUÍN MURIETA YA ESTUVO EN EL TEATRO MUNICIPAL


Cuando ocurrió, re-viví a Murieta. Desde los fragmentarios recuerdos del estreno teatral de 1967, la improbable versión operística de 1998, la equilibrada clase introductoria del profesor Juan Alfonso Pino y las urgentes relecturas del original nerudiano, surgieron miles de impresiones que se agolparon esa noche de gala, en el Municipal. Esa noche Murieta, el mito, estaba vivo. El bandido seguía cabalgando, sacando ventaja por varias cabezas a sus múltiples imitadores como el Zorro, los supuestos siete dobles o tantos otros forajidos mexicanos. En fin, un Mío Cid de los tiempos de la fiebre del oro que ha resistido el paso del tiempo y sustentado con dignidad la acometida del centenario Neruda que lo llevará próximamente a Savonlina, Finlandia y ya lo instaló en la historia de nuestro prestigiado Teatro Municipal. Allí, lo viví con emociones contrapuestas, como suele ocurrir con las verdaderas obras de arte. 

Reí con ganas ante el sin dudas mejor entonado ¡chuchas! de la historia del ese escenario, puesto en boca de muy compuestitos Galgos que veían con estupor la resurrección del Caballero Tramposo.

Acompañé la nostalgia del minero porteño instalado en un mal cabaret californiano cuando suspira: ¿Qué hora será en Valparaíso?

Lloré cuando el escenario se llenaba cadenciosamente de las espectrales figuras del coro, todas de negro, portando los retratos que aludían a los desaparecidos mientras la magnificas voces del conjunto llenaban la sala.

Ello, en el mismo momento en que la historia, insospechadamente irónica, nos permite comenzar a hablar públicamente de cuerpos desenterrados y mutilados años después de muertos. Justo en este momento, Neruda ponía en escena al bandido chileno descabezado con saña luego de ser asesinado por cien balazos:

Tanto miedo le tenían
al bravo Joaquín Murieta
que cuando murió el valiente
y no tenía defensa
del miedo que le tenían
le cortaron la cabeza.

Sobrecoge el poeta al entregarnos una obra en la que Murieta casi no aparece, no obstante nos estremece con su historia de amor, apasionada y mortal, tan bellamente escenificada por bailarines y coro.

Luego del amor y de la muerte emerge, tan vigente como urgente, la coreada premonición final de Neruda:

No tendremos temor ni terror. No será derrotado el honor.
Serán respetado por fin el color de la piel y el idioma español.

¿A qué más y a qué menos podemos aspirar como nación?

A que se acaben los temores de todo tipo, a que sean sólo un mal recuerdo los horrores, a que el honor valga en todo su mérito, a que nos queramos entre los hombres de todos los orígenes, religiones, sexos y razas tanto como el poeta ama a las palabras.

Cuando todo ello ocurra, devendremos en el país que soñamos.

Sentí esa noche que estábamos cerca de lograrlo. Por el lugar que nos reunía; por quienes creaban la historia, componían la música, dirigían la actuación, el coro y el baile; por quienes nos invitaban; por quienes eran ovacionados en el escenario; por las voces que nos conmovían; por Murieta; por Neruda; por quienes seguíamos expectantes la trama... porque todos teníamos en común esa curiosa cultura que nos separa del resto del mundo y nos condena: ser chilenos.

Publicado en junio de 2005 en revista Siete + siete.

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