01 octubre 2008
VALPARAÍSO COMO ESCENARIO ¿LAS PERSONAS COMO PROTAGONISTAS?
Foto: Año Nuevo 2008.Catalina Navarro.
Si los porteños destacan en tan diversas áreas y lugares variados del mundo ¿Porqué la ciudad no logra reencontrar ese destino sostenible que la caracterizó durante siglos?
Imagino para Valparaíso la creación de una autoridad derivada de una organización fundada por representantes del estado, las empresas, las universidades y la sociedad civil, bajo la forma de una corporación cultural sin fines de lucro.
El arquitecto Alejandro Aravena y el urbanista Pablo Allard recordaban, en sendos artículo de prensa recientes, una pregunta que, como toda cuestión bien formulada en el momento y lugar adecuados, les cambió la carrera a ellos, a varios profesionales más e influye en la vida de millones de beneficiarios de políticas públicas en vivienda: “Si la arquitectura chilena es tan buena. ¿Porqué la vivienda social es tan mala?”
Ilustraban así el premio León de Plata que recibió el “do thank” Elemental, en la Bienal de Venecia caracterizándolo como resultado de la conjunción única entre Estado, empresa, universidad y sociedad civil. Detallándolo como “una política habitacional que ha sabido corregir los errores del pasado manteniendo la cobertura, la disponibilidad de fondos para la investigación y la innovación; la confianza de empresas privadas que entienden la responsabilidad social empresarial como un compromiso país y no como marketing, y el fortalecimiento de la sociedad civil de la mano de las ONG y voluntarios que por años han organizado la demanda…”
Podríamos parodiarlos inquiriéndonos algo así como “Si los porteños destacan en tan diversas áreas y lugares variados del mundo ¿Porqué la ciudad no logra reencontrar ese destino sostenible que la caracterizó durante siglos? ¿Porqué teniendo la voluntad más que demostrada del estado (expresada en Parlamentos, consejos de la cultura, carnavales, patrimonios de la humanidad…), la presencia de empresas exitosas, universidades en cantidad y una sociedad civil de las más activas de Chile, estos 4 elementos no logran ensamblar, con viento a favor, hacia una misma dirección?
En otras palabras, con Vargas Llosa, ¿cuándo se jodió el Perú, Zabalita? ¿Cuándo nos pusimos llorones? Lo digo porque en un reciente encuentro de formadores universitarios en gestión cultural en el que esta Universidad brilló con luces propias y Ernesto Gómez maravilló a los colegas argentinos con la única Escuela de pre grado de ambos países, un experimentado gestor argentino recordó a un maestro que antes de comenzar reuniones con gente del arte y la cultura preguntaba. “¿vinieron llorados?”. Es decir ¿han venido sólo a quejarse o a actuar en positivo? Debo confesar que de haber formulado la pregunta a muchos círculos porteños en que he participado en las últimas décadas, habríamos ahorrado lágrimas, malos ratos y ganado mucho tiempo.
De pronto me vino la idea de que los llantos son fruto de un largo fenómeno de decadencia o más bien de desgaste, de darnos cuenta que fuimos despojados de los medios que nos unían al resto del mundo desde dónde provenían los antepasados, la mayoría de ellos, herederos de naufragios, que llegaban con lo puesto y en ocasiones, como un antepasado griego de un gran amigo, aferrado a una cortaplumas afortunadamente clavada a un tronco flotante.
Efectivamente, ésta es una ciudad de origen y ritmo de barcos y ferrocarriles, esos eran sus conexiones con el mundo. ¿Han visto algo más grotesco que un colorido bus de turismo maniobrando en las cercanías del Palacio Baburizza o intentando acceder al Museo Lord Cochrane? ¿Imaginan en el más enfebrecido de los sueños a un avión aterrizando en las pocas calles del Plan de Valparaíso?
Valparaíso es tierra de navíos y trenes, compatible por cierto con ascensores y troles pero discordante con aeroplanos y buses (basta recordar la efímera vida de los microbuses japoneses mitsubishi, de los sesentas, jadeantes y fallantes ante primer metro de cerro con discreta empinación).
Y esta metáfora no es menor, porque desde las ventanas del tren o las escotillas del barco se aprecian los detalles, la velocidad no bloquea el paisaje, sino que lo destaca. Y nuestros cerros son hermosos por el punto, no necesariamente por el plano general. Cada color, cada escalera, cada curva… forman parte de un todo armonioso que sólo es brutalmente atropellado por las magnitudes colosales de un edificio del Congreso o un proyecto de Niemeyer. Hagan la prueba a que nos sometió Mathias Klotz hace unas semanas en el Museo Nacional de Bellas Artes e imaginen el panorama del anfiteatro porteño con y sin Congreso, con y sin Niemeyer…
Creo que nos desgastaron, por roce, los amantes de la velocidad, del supermercado en lugar del almacén de barrio, los enemigos del trole y amantes de los bocinazos, los derribadores de colegios centenarios para construir adefesios, los electronificadores de bolsas de comercio, los compradores de pan plastificado en lugar de humeantes batidos…
Y no supimos dar la pelea. Muchos nos fuimos. Mientras más lejos, con mayor cargo de conciencia. Mientras más viejos, apurando más a los hijos para que retornen. Y ahora estamos alertas, esperando no la carroza como el filme, sino el milagro de que volvamos a ser sustentables, que alguna marejada silenciosa o un tren improbable nos vuelva a depositar en estas costas a un Federico Santa María, una Sara Caces de Brown, un Pascual Baburizza, un Lautaro Rosas, un Gómez Carreño, un nuevo Urenda o un Vuskovic 2.0 y en el mejor de los casos, una congregación de misioneros que enloquezcan por educar a nuestros hijos (…ojalá cerquita del sporting).
Pero los desembarcos milagrosos existen sólo en las páginas de Carlos León, Roberto Ampuero, Juan Luis Martínez o las películas de Aldo Francia. Lo demás debemos hacerlo nosotros… Como siempre, como lo hicieron nuestros antepasados y además, hacerlo sostenible, como las casas de la punta más alta de nuestros cerros. Y con responsabilidad social como se utiliza el lenguaje ahora…
Pablo Allard, en La Tercera, nos señalaba que la responsabilidad social debe ser “un compromiso país” y no uno más de los “siete jinetes del marketing”, como muchos empresarios lo entienden y que en ese caso no pasa más allá de ser una moda.
Desde este punto de vista, las motivaciones de las empresas grandes van variando conforme a las necesidades del mercado. Por tanto, es complejo pensar en una responsabilidad social permanente y “gratuita”.
Consecuentemente, propongo que más que esperar el “desembarco” del milagro desde las empresas y el mercado, tan ennegrecido en estos días, sustentemos la sostenibilidad desde las personas que ha sido el bien más preciado de esta ciudad.
Y el trabajo con las personas tiene, según mi experiencia, mucho que ver con el trabajo de las audiencias y por tanto de la gestión cultural.
Enfrentar la gestión cultural en Valparaíso implica una paradoja. Geográficamente es una gran platea, pero la ciudad es más bien usada como escenario de una infinidad de manifestaciones que no involucran a sus habitantes.
En gestión cultural se debe considerar no sólo aquellas actividades que acontecen en el escenario, sino también a las audiencias. De otro modo, tenemos sólo eventos y no los hábitos de consumo que sustentan el desarrollo cultural.
Para complicar la situación, Valparaíso es históricamente tierra de emprendimientos, de una enorme diversidad de agrupaciones y personas que asumen iniciativas artísticas e intentan llevarlas a cabo, normalmente, sin considerar si tendrán o no audiencias debidamente preparadas para recibirlos. Terreno fértil para la frustración.
En este contexto se suceden avances y retrocesos.
En la infraestructura emblemática de la ciudad: nacen y mueren proyectos de recuperación de la ex Cárcel, culminando (¿por cuanto tiempo?) con una propuesta arquitectónica que podría llegar a ser el símbolo de ocupación del escenario sin sospechar los intereses de la platea; sucesivamente se demuele, se interrumpe la pérdida, se abandona, se compra y se vende el Edificio Luis Cousiño para intentar atraer a él una instancia formadora de agentes culturales y, ojalá, de públicos; el Palacio Baburizza parece encontrar el inevitable camino largo de catastrar sus bienes y convertirse de residencia en museo; el Teatro Municipal se equipa, se sanea y se compra para la ciudad, requisitos básicos para iniciar proyectos de creación de audiencias en paralelo con la formulación de su línea curatorial; la Biblioteca Severín no logra reverdecer laureles de anteriores administraciones; el ex Café Vienés se inspira, afortunadamente, en su concurrida ubicación para incursionar en una oferta cultural variada que debería encontrar, en diálogo con sus visitantes regulares, una línea editorial, así como debiera tenerla pronto el centro de extensión del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes ubicado en el recuperado ex Correo.
Futuros grandes eventos ofrecen oportunidades para la ciudad, buscando acompañar al Carnaval, que hace mucho rato debió ser ciudadano -enraizado y gestionado en la cultura local- y al notable festival de cine patrimonial que coquetea con Viña del Mar descuidando la perseverancia espacial que deben tener estas manifestaciones para educar a sus audiencias. El Forum de las Culturas parece ser una ocasión para decir “Paso”, mientras el Congreso de la Lengua, oportunidad para lo contrario: estrenar en Valparaíso un nuevo modo de hacer gestión cultural de una ciudad que se convierte de escenario en platea para sus habitantes.
Es que cuando se tiene un espacio patrimonial así de potente, se requiere un criterio único, consuetudinario y explícito de ocupación del mismo. Ocurre así en La Habana donde el Historiador de la ciudad tiene que ver con todo lo que ocurre con la misma en términos de restauración y de la incidencia que las diferentes actividades pueden tener en su condición de ciudad cultural y patrimonial o en Cartagena de Indias dónde una Corporación privada sin fines de lucro se ha hecho cargo del patrimonio de la ciudad vieja.
No se puede ser escenario de cualquier cosa y alguna autoridad debe poder decirlo. Para decirlo debe tener un acabado conocimiento de sus audiencias, las cotidianas y las flotantes, y debe tener planes de creación y formación de ellas. De este modo, una autoridad cultural de la ciudad –que en el caso de Valparaíso debiera contar con sostén municipal, regional y nacional- podrá emprender planes de largo aliento, no sujetos a los vaivenes electorales ni a ideas que, por respetables que sean, no resisten el análisis de un plan de gestión.
Es que en gestión de un patrimonio cultural, no suele existir el proyecto genial, se requiere más bien un “cliente” genial que lo encomienda, con claridad y conocimiento de su espacio y sus audiencias, a los profesionales más idóneos.
Es lo ocurrido con el Guggenheim en Bilbao dónde una ciudad y una autonomía salieron en conjunto a buscar un socio cultural para revivir la ciudad o con la Ópera House en Sydney, dónde un país, una región y una ciudad eligieron un proyecto que las colocara en el mapa turístico universal. Valparaíso podría adquirir esa categoría.
Pero necesita una gestión en serio. Y una responsabilidad social permanente. Junto a la voluntad de la autoridad por que esto sea una política estable y no un albur de las últimas elecciones. Siempre basado en la fuerza de la sociedad civil.
Imagino por tanto, la creación de una autoridad derivada de una organización fundada por representantes del estado, las empresas, las universidades y la sociedad civil, bajo la forma de una corporación cultural sin fines de lucro cuyo directorio no varíe al mismo tiempo que las autoridades políticas, que se asegure ingresos por fondos locales, regionales y nacionales, éstos últimos transferidos por ley, que tenga por misión asegurar que la ciudad será gobernada culturalmente a partir de las personas, que son quienes constituyen el punto fino del panorama porteño.
Así como el ingeniero Mario Waisbluth ha logrado remecer al país con una iniciativa surgida de la sociedad civil, orientada a mejorar la educación de aquí al 2020, muy bien acompañado por los jóvenes estudiantes de ingeniería industrial de muchas universidades, ¿porqué no podremos formular algo así como el www.valparaiso2020.cl que postule que a dicho año (u otro menos cacofónico) no habrá porteño con una buena iniciativa inscrita en determinados parámetros que fijarán sus ciudadanos organizados en esta corporación, que no puede llevarla a cabo con el aporte público, privado, universitario y de la sociedad civil.
Para terminar, una propuesta que recoja el venerable peso de la culpa del porteño alejado sin “dar la pelea” y convierta aquello en acción positiva para la ciudad: en Japón, algunas universidades tienen personas expertas en llamar al Ministerio de Relaciones Exteriores con el exclusivo afán de conocer la destinación y el nombre de los Embajadores prontos a jubilar. La idea es ofrecerles excelentes cátedras para enseñar relaciones internacionales sobre aquellos países en los que han servido. No se pierde la experiencia y se gana un profesor de lujo, ansioso de no pasar al retiro triste, magistralmente narrado por Kawabata.
¿Porqué no salir al mundo a buscar porteños a punto de retirarse de sus trabajos e invitarlos a emprender, con la disposición de su experiencia y la fuerza de su cariño, el más lindo de los trabajos para un profesional madurado en las sombras de la lejanía: servir a Valparaíso?
Hay al menos un centenar de Embajadores de Valparaíso en Chile, designados formalmente en julio del 2005, que esperan con ardiente paciencia alejarse de su actual trabajo para comenzar a ejercer sus nobles y protocolares funciones por la ciudad que representan.
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