24 marzo 2017

EL JUEZ BALTASAR GARZÓN, SIN CORBATA



El 25 de marzo de 2003 amanecí en Austin, nervioso. Me había invitado la Universidad de Texas a exponer sobre "Cultura, TV y violencia en América Latina, el caso chileno", en un seminario internacional organizado por uno de los mayores centros de estudios latinoamericanos de Estados Unidos, el Teresa Lozano Long. Me había preparado bien, con la ilustrada ayuda del Barómetro de Violencia del CNTV, pero no era el tema que me acomodaba mejor. La primera etapa de esa mañana ocurrió tranquila en la sala llamada Corte Eldman, una réplica de las cortes tan recurrentes en series de TV y películas estadounidenses, en las que se entrenaban los futuros abogados de la U. de Texas. Cuando se levantó la sesión y salimos al café, noté un pequeño barullo alrededor de una persona. Curioso, me acerqué. 

- Buenos días, una mano muy decidida y musculosa estrechó la mía. Soy Baltasar Garzón y he venido a escucharlo, me interesa todo lo de Chile.

Sabía que el Juez tan popular en mi país estaba programado como Expositor principal del encuentro a las 3 de la tarde para disertar sobre "Libertad y violencia terrorista". Pero no había imaginado que se incorporaría a media mañana para oir mi charla. De modo que a la novedad curiosa de exponer en un estrado judicial se agregaba el hecho de tener, en primera fila -la de los acusados y defensores en las películas- a uno de los personajes más admirados luego de su trabajo para detener al dictador Pinochet en Londres.

De lo acontecido académicamente tengo poco recuerdo pero la Universidad de Texas se ha ocupado de conservar el texto en su web http://bit.ly/2nf6psw, donde revisé que concluía: "Cuando una sociedad es contaminada por la violencia sucumben también a ella sus representaciones o símbolos culturales que pueden tanto ser agentes del mundo artístico como medios de transmisión de contenidos culturales. La experiencia chilena demuestra que es una buena política el desarrollar una operación inversa, esto es, recuperar espacios violentizados, por uso (ex cárceles) o abandono (ex estaciones), para transformarlos en espacios públicos culturales y también actuar desde el mundo público para lograr espacios de interés cultural en medios de socialización relevantes, como la TV que acoge una fuerte carga de violencia en sus contenidos".

Más vívido tengo el recuerdo -quizás debido a recientes maniobras para impedir un viaje a Garzón a Chile- de lo que ocurrió esa noche, cuando los organizadores invitaron a los ponentes a una comida en un lugar texano típico. Fueron de la partida, entre otros, Rossana Regullo, de México; Ana María Ochoa, de Colombia; George Yúdice, de NYU, y el anfitrión, Nicolás Shumway.

También Garzón, que llegó, entusiasta, sin corbata, preparado para viajar en la consabida van hacia el lugar de la comida, donde, por tratarse de un condado muy religioso, estaba prohibido vender alcohol.

- No se preocupen, aclaró Nicolás, una cosa es que no se pueda vender y otra, muy distinta que no se pueda beber, señalando sendos enfriadores que, como vimos después, rebosaban de cervezas y otros bebestibles convenientemente refrigerados.

Una estratégica locación en la van, que soportó una estremecedora tormenta eléctrica durante parte del trayecto, me permitió conocer al Baltasar que, antes de dedicarse al mundo del Derecho, fue un prometedor arquero. Jugó en juveniles y estuvo a punto de decantarse por un futuro más deportivo, si su padre no le hubiera presionado para que tuviera una carrera y ha continuado cultivando su afición por el fútbol a través de su equipo favorito, el Barça.

Cuando llegó el momento de narrar algo desde mi asiento, le describí que en Chile existía, luego de su gestión londinense, una revista llamada The Clinic que, en sus comienzos, fuera considerada una humorada gráfica más de mi creativo amigo Guillermo Tejeda. No tenía idea y rió de buena gana. Al regresar informé del hecho a los responsables de la publicación para que enviaran a Garzón algunos ejemplares a la dirección que aparecía en la tarjeta que me entregó. Nunca supe si así había ocurrido.

Lo que más celebró fue la información que un conjunto musical vinculado entonces a la escuela de sicología de la Universidad Central, donde estudiaba una de mis hijas, languidecía sin mayor trascendencia bajo el nombre "políticamente correcto" de Los Mambises -los guerrilleros independentistas cubanos y filipinos del siglo XIX- en su honor había cambiado de nombre por Los Baltasar Garzón, alcanzando un éxito insospechado.

Al llegar, nos acomodamos en mesas tan rústicas como acogedoras. Luego de dar cuenta de diversas formas de chili con carne, otros platos locales y parte del contenido de los enfriadores -acabar con ellos era misión imposible por su magnitud- vino el conjunto musical texano y ... el baile.

Muy pronto me vi en la pista mientras en las cercanías, Garzón hacia, como yo, ímprobos esfuerzos por dominar esos saltitos como de película muda que caracterizan a la danza tex-mex.

Así, Texas dejó de ser solo el estado de la bandera parecida a la chilena, donde una torre petrolera es monumento público, escoltado por una voz misteriosa, grabada, que se activa cuando algún solitario turista se aproxima y le relata la historia del petróleo en esas tierras.

Austin fue el lugar donde Baltasar y yo demostramos, que, cada uno en lo suyo, es mucho mejor que bailarín.

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