Felipe González, escéptico y socialista, en ese mismo orden –al igual que Alfonso Calderón- señalaba que mucho se temía que la última noche del siglo veinte iba a ser muy parecida a la primera noche del año dos mil. Fue lo primero que se me ocurrió cuando los optimistas de editorial RIL me propusieron presentar “El mirlo burlón”, publicación de los diarios correspondientes a los tres primeros años del siglo 21, según Alfonso.
Más optimista aún y querendón además, acepté, consciente de que se trata de un libro difícil. Desde el título, que el editor no vacila en calificar de “horrible” y que proviene de la canción "Le temps des cerices" (El tiempo de las cerezas), que comenzó a formar parte de la cultura popular francesa desde los breves tiempos de la Comuna de París, de la que llegó a ser un himno. Los versos finales de la primera estrofa dicen: "Quand nous chanterons le temps des cerises / sifflera bien mieux le merle moqueur"
Cuando cantemos en el tiempo de las cerezasEl alegre ruiseñor y el mirlo burlón
Estarán de fiesta
Las bellas (mujeres) tendrán la locura en la cabeza
Y los enamorados sol en el corazón.
Cuando cantemos en el tiempo de las cerezas
silbará mejor aún el mirlo burlón.
Una canción de amor y de combate, cantada durante un tiempo breve pero intenso y rojo, porque las cerezas no duran mucho. Como los Minilibros de Quimantú, que Alfonso producía semanalmente (me refiero a su selección, prólogo y lectura de cuarta tapa, más ideas para la portada). No lo sabremos, pero quizás ese es el tiempo de las cerezas que intenta Alfonso trasladar al siglo XXI, aludiendo a esos tiempos de la Comuna de París y de la Unidad Popular de Chile.
La pregunta constante con la que recorremos el texto es ¿cuánto quedará de esos tiempos de cerezas?
Pero es muy corto el tiempo de las cerezas
A donde vamos dos a recogerlas soñando
pendientes para las orejas.
Cerezas de amor de ropas iguales
Caídas bajo el follaje en gotas de sangre.
Pero es muy corto el tiempo de las cerezas,
Pendientes de coral que se recolectan soñando.
Lo que hace Alfonso, diariamente, además de leer 250 páginas, en promedio, es escribir aquello que le llama la atención de lo que lee, ve, recuerda, escucha y asocia libremente. Una tarea tan agotadora como desesperada. ¿Cuáles son las ideas, las creaciones, los recuerdos que sobreviven en este siglo XXI que le es tan ancho y ajeno? Pero no lo esquiva, lo acomete sin llegar a comprenderlo en su incesante carrera por escribir sus diarios hasta el último de los días de su vida.
Sabe que sus lectores apenas superan en dos veces a las páginas que lee cada día. Por ello, les exige demasiado: que sepan de música (y detalla las sinfonías que escucha incansablemente) que están al tanto de la actualidad, que disfruten su humor, que se vayan a los escritos de los profetas y puedan distinguir la sutileza de la Torá que la diferencia de los Evangelios que detallan “la peor comida de la historia, aquella en la que se termina el vino”, que no olviden las semejanzas entre los financistas de Hitler con quienes financiaron a Pinochet, las alegrías de los amigos, que comparte gozoso y las libretas de direcciones que van deviniendo en listas de muertos. Todo ello, en forma de una cronología absurda se va entremezclando de tal forma que olvidamos qué día vivimos, pero no que autor relee entonces Alfonso.
Es como si el tiempo dejara de importar y el siglo XXI no pasa de ser una referencia en la que permanecen las constantes mañas y costumbres de ese lector permanente que es Alfonso. De pronto, algunos develamientos geniales como que la palabra hebrea “sofer” significa a la vez contador y narrador, es decir, alude al mismo tiempo a las matemáticas y a las historias. “Los escribas, nos dice, se dedicaban a contar las letras sin faltar una, y tenían cabida los espacios en blanco. Como en la música los silencios y las pausas adquieren un sentido, significan algo. El mundo fue creado por Dios mediante el texto, y este era un modo de mundo. Al entender uno la Torá, fija, inmutable, sin agregados ni supresiones, entiendo el sentido que el mundo tiene. No hay que tocarla. Si se comente un yerro gráfico al copiarla, esto podría llevar a la destrucción del mundo, al fin de la Obra Máxima, la Creación. Por eso, quién copiaba la Torá no podía errar. Por esa ruta se llega a la conclusión de que la obra de Dios es perfecta, como lo es la Palabra".
¿Se requiere otra explicación para que dedicara su vida a ella? A leerla y escribirla. A contarla y narrarla. Porque Alfonso contaba muy bien los espacios y los golpes de máquina cuando escribía. Cumplía rigurosamente la extensión solicitada para un texto. Era un sofer que narraba y contaba a la vez.
Sin por cierto llegar a acortar las palabras o a escribirlas onomatopéyicamente para que quepan en un formato electrónico, sino dándoles su sentido permanente, acariciándolas y explorándolas.
De ese modo, se sigue escribiendo la historia de la humanidad, dejándola acunada en palabras que saben acogerla y respetarla en toda su dimensión, aunque cambien los siglos… finalmente, como Felipe, cada noche es igual a la siguiente y ésta a la que vendrá. Sólo que de pronto, improbablemente, viene el tiempo de las cerezas y hasta el mirlo burlón estará de fiesta junto al ruiseñor. Para que la humanidad recuerde que las palabras son también lugar de lucha y lugar de amor.
¿Si no para qué se habrá creado el mundo?
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