Además de su acogedora sonrisa, Humberto Giannini regalaba, generosamente, palabras. Meditadas palabras, que transparentaban reflexión, sabiduría y sencillez. Tal vez la definición de filósofo que muchos atesoramos y que en él encontraba una sólida encarnación. La palabra que sugiere su partida es: tristeza.
Tuve el privilegio de compartir con Humberto una buena cantidad de viajes de ida y vuelta entre Ñuñoa, su casa y Valparaíso, la sede del Consejo Nacional de la Cultura hasta donde nos dirigiamos para asistir a las sesiones mensuales del primer Directorio Nacional de dicha entidad.
En esas sesiones, Giannini aportaba sus dosis de buen criterio y, en ocasiones, una sólida defensa de la presencia del Rector de la Universidad de Chile en los Jurados de los Premios Nacionales, que muchos queríamos -queremos- modificar.
Las reuniones se desarrollaban en el vetusto Club Alemán de Valparaíso, que en sus muros ostentaba antiguas fotos del Kaiser y otros militares germanos que causaban gran desazón a José Balmes, otro de los participantes. Llegada la hora de almuerzo, comprobábamos con nostalgia que éste no contemplaba una modesta copa de vino para animar el deslavado menú. Se hizo habitual que, con Humberto, hacíamos imperceptibles señas al mozo para que nos alentara con una botella de tinto, que compartíamos con los otros directores, aunque financiábamos a medias.
Nunca una protesta por la calidad del recinto, sólo un aporte a mejorar su impertérrita condición.
Fue en esos viajes que me confesó su cariño por el puerto dónde ambos crecimos, la navegación y su condición de pilotín de la marina mercante nacional.
Tal vez esa condición marinera que solíamos dialogar, lo impulsó a presentarme, en una deliciosa cena en su casa, a un excéntrico profesor italiano que intentaba demostrar -navegando en un solitario kayac en los procelosos mares sureños- las conexiones terrestres que alguna vez habrían unido a nuestra América del sur con Oceanía. Para ello recurría a palabras e imágenes similares de indígenas de ambos continentes. Esa fascinante investigación implicaba que el académico debía ser acompañado, a prudente distancia, por una patrullera de la Armada, cuando se encontraba en aguas territoriales chilenas.
Cuenta la leyenda -ya construida alrededor de nuestro filosofo- que perdió el conocimiento, poco antes de fallecer, en presencia de un entrevistador de The Clinic, mientras se refería a Sócrates, para él, "padre del diálogo callejero". El mismo que lo llevó a La Piojera a escuchar y registrar, junto a sus estudiantes, la celebración de una pareja que acababa de adquirir la primera enceradora para su hogar.
Ello lo llevaba a afirmar también que el centro de su filosofía era el sentido común: "no abandonar nunca el sentido común", recomendó al joven periodista que, con buenas razones, no se dejó llevar por la prisa para dar a conocer tan singular entrevista, sino que resolvió aguardar "un par de semanas antes de publicarla".
Lo que no es leyenda sino una sólida realidad, fue el homenaje que su Universidad le rindió al cumplir ella su primeros 170 años, junto a otros tres sabios, en noviembre de 2012. Le acompañan en ese sitial de "grandes de la Universidad de Chile", Julia Romeo, Carla Cordua y Alfredo Jadresic, todos jubilados de esa casa de estudios, luego de haber contribuido, como señaló la profesora Romeo a que los egresados de esa universidad se reconozcan fácilmente cuando se cruza un par de palabras con ellos, por ser "críticos, espontáneos y sólidos en sus conocimientos". La frase forma parte del vídeo Memoria y Conocimientos, sabios y sabias de la Universidad de Chile, que fue estrenado en el homenaje y que sería una buena idea revisitar en estas circunstancias.
Así como releer las obras de Humberto, sin dejar de reflexionar en el espacio que fue tu taller: la calle, los bares, las plazas, los amigos.
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