13 junio 2007

EN TORNO A LA LEY DEL LIBRO

Mucha tinta ha corrido luego de las últimas asignaciones de proyectos de creación del Consejo Nacional del Libro y la Lectura. Cantidades inversas al nivel de satisfacción de los escritores: muchos que están satisfechos, pero que no escriben más que en los proyectos que comprometieron en el concurso; pocos que están disconformes y que escriben no precisamente sobre los proyectos que juraban acometer.


Ambos están en su derecho. Ejerciendo tal derecho han salido muchas palabras, airadas algunas, prudentes y propositivas otras. De ambos tipos de palabras se desprende que algo anda mal, o que, al menos, es mejorable.

Veamos qué.

Primero, recordemos que la Promulgación de la Ley 19.227 que crea el Fondo Nacional de Fomento del Libro y la Lectura es de 1° de julio de 1993. Es decir tiene 14 años de vigencia y fue la primera de las legislaciones que instalaron en Chile, para quedarse, los Consejos de las diferentes áreas de la cultura: existen hoy, además, el del Audiovisual (noviembre 2004), de la Música (enero 2004) y el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes (julio 2003).

Recordemos también que son entidades de FOMENTO, es decir, que dan estímulo, protección, organización, mantención… a las artes con que se relacionan. No cumplir con su misión implica abandono de las mismas. De muchas cosas podrán quejarse algunos pero no precisamente de ésto. Incluso los más recalcitrantes aspiran a ser cobijados por “su” Consejo.

Entonces el problema no está en la esencia de estas legislaciones, sino en la manera en que algunas de sus partes se están aplicando.

Recordemos además que los Consejos son organismos independientes o autónomos que asignan recursos públicos velando por la no ingerencia del gobierno en dicha asignación. Y lo logran. Lo que no han logrado, en el caso del Consejo del Libro, es mantener esa distancia de organismos corporativos del sector del libro. Hay quejas, que parecen fundadas, respecto de que organizaciones que tienen “representantes” en el Consejo del Libro, reciben fondos del Consejo del Libro. Y ello no está bien.

Por tanto, el problema está en la Ley que conforma el Consejo y que lo constituye con ciertos representantes de organismos que legítimamente pueden y deben elaborar proyectos para el fomento del libro y la lectura. Es decir, representantes de gremios de escritores y de editores, por ejemplo, participan en la resolución de proyectos de fomento de escritores y editores.

Si miramos los Consejos posteriores, como el Directorio del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, éste está constituido no por representantes de gremio o sectores, sino por personalidades “representativas” de mundos amplios como la creación, el patrimonio o la gestión cultural.

Además, personalidades elegidas por mecanismos complejos y heterogéneos que permiten una gran diversidad en la constitución final del Directorio del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.

Si aplicamos esta modalidad el Consejo de Fomento del Libro y la Lectura podría pensarse en una constitución que consigne a las autoridades públicas pertinentes (de las Bibliotecas Públicas; de la Biblioteca del Congreso; de la Biblioteca Nacional) junto con personalidades representativas de la sociedad civil: de las bibliotecas universitarias, elegidos por el Consejo de Rectores y las Universidades privadas; de los Premios Nacionales, elegidos por el colectivo de sus pares; de los lectores, elegidos de entre los usuarios de bibliotecas públicas, bibliometro, bibliobuses, etc; de los profesores de lectura y lenguaje, elegidos por sus pares; de los editores de libros, elegidos por libreros; de los distribuidores y libreros, elegidos por los compradores de librerías; de los estudiantes universitarios, elegidos por votación vía internet de todos los universitarios…

En fin, combinaciones hay muchas, el principio es uno: que integren este Consejo, es decir, que resuelvan dónde van los recursos públicos, aquellos que se benefician directamente de los bienes que acarrea la lectura y el libro: los lectores generales, los estudiantes, los académicos, junto a quienes son responsables de poner estos bienes a su alcance: los bibliotecarios públicos y universitarios; los editores y libreros; sin dejar de considerar a quienes crean estos bienes: los escritores reconocidos (premios nacionales; premios literarios varios, y los propios premiados anteriores de este Consejo).

Lo dicho implica una modificación legal. A ello apunta este primer aporte.

11 junio 2007

INCENTIVOS TRIBUTARIOS PARA LA CULTURA

Como estudioso de las políticas culturales, me parece interesante que las páginas editoriales de El Mercurio se refieran tres veces en una semana a la manera cómo se debe financiar la cultura en el país, reiterando la sugerencia de que “se opte por una forma de distribución de recursos en lo cultural, que entregue la decisión a los ciudadanos mediante incentivo tributarios”.

Veamos porqué se origina la situación planteada.

En la historia de nuestras políticas culturales, nunca se había entregado decisión alguna a este respecto a los ciudadanos, hasta que se dictó la Ley de Donaciones Culturales, en 1990. La concepción nacional, caracterizada por aportes exclusivamente públicos a la cultura une a Presidentes tan disímiles como Ibáñez del Campo, que creó la DIBAM; Jorge Alessandri, que entregó la TV a universidades que gozaban de financiamiento público; Frei Montalva, que fomentó ambiciosos planes de alfabetización a través de la Promoción Popular, y Allende, que creó la empresa Editora Nacional Quimantú. Gobiernos de todos los signos políticos basaban su accionar en este terreno en dos premisas: una, que el desarrollo en este campo era tarea del Estado -como la salud, la vivienda o la educación-, y dos, que se trataba de fomentar principalmente el desarrollo de las artes, no de la cultura como un todo: del “escenario” y no de la “platea”.

A contar de 1990, ambas premisas fueron reemplazadas por dos concepciones, más modernas, una, de que la cultura es “tarea de todos” y dos, que en su desarrollo debemos preocuparnos no sólo de lo que ocurre con los creadores sino también del público, de sus audiencias: “del escenario y de la platea”.

Ambas novedades, dado que agregan nuevos actores al proceso cultural, debieran apuntar también a que estos nuevos actores participen del financiamiento de la cultura. Pero en la práctica no ha ocurrido así, al menos en las dimensiones que se esperaba. Ello se debe a que en Chile carecemos de un requisito elemental que poseen los países que fomentan el desarrollo cultural a través de incentivos tributarios a las personas: el espíritu filantrópico.

Es verdad que a comienzos del siglo XX tuvimos personalidades excepcionales como Federico Santa María que dejó como testamento la necesidad de educar a “los proletarios” en la escuela básica, las artes y oficios y la ingeniería, aspiración que se cumple hasta hoy en un campus articulado alrededor de un teatro o Aula Magna que sostiene temporadas musicales y artísticas de gran nivel. Tal es la relevancia de dicho testamento que adorna el ingreso a la universidad que lleva su nombre.

La pregunta es qué ocurre hoy con los émulos de Santa María, que no han seguido su filantrópico ejemplo. La respuesta nos lleva a que un buen número de ciudadanos, en lugar de aportar a la cultura, optan por financiar obras de caridad, movimientos de iglesias y ocasionalmente, campañas comunicacionalmente poderosas como la Teletón.

Si comparamos aquellos recursos con los montos destinados por los ciudadanos a la cultura –aún con la existencia de la manifiestamente mejorable Ley de Donaciones Culturales- podemos ver que éstos no llegan siquiera a financiar en su totalidad empeños tan loables como el Teatro Municipal, la Temporada Beethoven, los elencos de la Universidad de Chile, las orquestas juveniles o el Festival Teatro a Mil, sin mencionar museos ni edificios patrimoniales. Para qué decir de los centros culturales como Matucana 100, Balmaceda 1215, Centro Cultural Palacio de La Moneda o el Teatro Regional del Maule. Detrás de todos ellos hay aportes públicos, de no ser así, no subsistirían. Escapa a esta regla el Centro Cultural Estación Mapocho que logra eludir la necesidad de recursos públicos para financiar la conservación de un monumento nacional y crear audiencias culturales, a través del arriendo de espacios para ferias comerciales. Tampoco lo hace por la vía de donaciones filantrópicas.

Entonces, lo que debemos hacer como país, para cumplir con los deseos del tri-editorialista, es estimular la filantropía.

En los países que parecen inspirar su objetivo, morir con fortuna, sin legar sus bienes a una universidad, un museo, un teatro o una buena causa, es mal visto. Ello por que se trata de sociedades diversas, plurales, en las que los más diversos grupos hacen esfuerzos para que sus ideas, sus principios, su identidad pueda destacarse, conocerse y convivir con la de otros a través de las más diversas manifestaciones culturales.

En un país como el nuestro, con errada autoconciencia de homogeneidad, en que recién estamos tomando conocimiento de nuestra condición multicultural y de la existencia de minorías indígenas y de inmigrantes que llegan con su propia cultura, todavía prima en algunos sectores la experiencia europea, reflejada en el rol jugado por los monarcas absolutos desde el siglo XVII hasta finales del siglo XIX y el rol de la iglesia medieval según el cuál, el deber del desarrollo de la cultura está en manos de reyes, nobles, o pontífices. Esa tradición nos la trajo el conquistador español y la reforzó la fascinación ante el presidencialismo francés. Creímos, equivocadamente, que un Estado pobre y pequeño, con una población con enormes urgencias, podía hacerse cargo del desarrollo cultural.

La realidad nos demuestra que no es así. Afortunadamente, cuando se derrumbaban los modelos estatistas de desarrollo cultural en el mundo, el país logró establecer en 2003, un Consejo Nacional de la Cultura y las Artes como el que prima en Gran Bretaña y otros países de la Comunidad Británica, basado fuertemente en el principio de la “distancia de brazos”, en el que el gobierno determina el monto de los fondos que proveerá y un consejo autónomo determina a quienes son otorgados.

Esa opción, ratificada por ley, y con vocación de Política Cultural de Estado no es contradictoria ni incompatible con el estimulo de incentivos tributarios a privados.

Para aplicarla, se debe crear condiciones para que estos incentivos favorezcan a todo tipo de manifestaciones desde los grandes centros culturales, museos, bibliotecas y teatros hasta manifestaciones culturales por minoritarias que sean, a las culturas indígenas, a las artes que surgen de las vanguardias… y sobre todo, se requiere de una gran campaña de promoción de la filantropía, que premie a los Federico Santa María del presente, que asegure que tantas iniciativas probadas y meritorias como por ejemplo la Fundación de Orquestas Juveniles o el plan de bibliotecas públicas creado por la DIBAM gracias a un filántropo extranjero, van a tener una larga y fructífera vida gracias a filántropos chilenos que se han hecho parte de la Política Cultural que el Estado de Chile se ha fijado de manera participativa, descentralizada y a través de un organismo plural que trasciende gobiernos y divergencias ideológicas.

La decisión de los ciudadanos en cultura mediante incentivos tributarios debe enmarcarse en la Política Cultural del Estado de Chile y, sobre todo, estar basada en una incontenible marejada filantrópica de los mismos que, desafortunadamente, aún no pasa de pequeños oleajes.

08 junio 2007

CULTURA Y FISCALIZACIÓN

Equivocarse una vez puede ser explicable. Dos veces en una semana es más difícil de comprender. Es lo que ocurre con un nuevo comentario en página editorial de El Mercurio, esta vez el viernes 8 de junio, referido nuevamente a las políticas culturales.

Las erratas:

1. Dice, refiriéndose al gobierno Lagos: “se optó por una política de fomento estatal, llevada a cabo por un organismo centralizado –el Consejo Nacional de la Cultura- con una estructura nacional y regional…”

En dicho gobierno se optó por una política cultural participativa en la que el Estado dispone fondos, pero éstos son asignados por organismos integrados mayoritariamente por personas representativas de la sociedad civil a través del Fondart, tres fondos sectoriales, el fondo concursable de escuelas artísticas y otros. Además, la misma Ley 19.891 que lo crea define al Consejo Nacional de la Cultura y las Artes como un organismo “autónomo, descentralizado, territorialmente desconcentrado”.

2. Dice, complementando su afirmación sobre fomento estatal, como si no se considerara “la otra opción… (que) es trasladar las decisiones en esta materia a las personas, tanto naturales como jurídicas, por medio de incentivos tributarios eficaces”.

Es lo que la institucionalidad del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes hace, trasladando las decisiones de los fondos concursables, la administración de espacios culturales de propiedad pública, el comité de Donaciones Culturales y otros aspectos, a entidades naturales y jurídicas privadas. Ocurre que los estímulos tributarios no son la ÚNICA forma de traspasar decisiones en este ámbito a las personas. Tambien se logra traspasando a los privados la administración de espacios, la capacidad de gestión, la asignación de fondos públicos, y tantos otros mecanismos que consideran a las personas, naturales o jurídicas, más que simples contribuyentes estimulables sólo por pagar menos impuestos.

3. Dice sobre el mensaje presidencial del 21 de mayo pasado que “insiste en el carácter benefactor, asistencialista y recreacional de la acción del estado en este ámbito”.

No distingue el redactor entre políticas de Estado, determinadas por el Directorio del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en un documento llamado “Chile quiere más cultura. Definiciones de Política Cultural 2005-2010” que trascienden las políticas de un gobierno y anuncios de medidas que un gobierno específico puede legítimamente hacer para el plazo de su mandato. Por tanto, constituyen esferas diferentes. Es sabido que el tipo de medidas a que alude el articulista no forman parte del espíritu ni del fondo de la Política Cultural del Estado de Chile.

Fin de las erratas.

Una afirmación final: “Es hora de que la política cultural que puso a andar el Presidente Lagos sea sometida a un escrutinio público y técnico más acucioso”.

¡Enhorabuena!
Ya era tiempo que se decidiera destinar espacios a evaluar una política cultural, a mi juicio exitosa, que ha motivado decenas de publicaciones al respecto a nivel nacional e internacional que no han sido recogidas ni asumidas en esas páginas y que además es permanentemente evaluada por quienes, por ley, la fijan y deben velar por ellas: los miembros del directorio del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en el que se encuentran, más allá de tres altos representantes del gobierno, ocho personalidades de la sociedad civil representativas del quehacer artístico, patrimonial y de la gestión cultural: dos representantes de las universidades, un miembro nombrado por el colectivo de los premios nacionales, y cinco nombrados a propuesta de las organizaciones culturales que no pueden ser removidos por la autoridad, dos de ellos, con acuerdo del Senado.

Ésto, en la literatura sobre políticas culturales se llama un Consejo de las Artes, basado en el principio de origen británico de la “distancia de brazos” o arms lenght que tiene varios significados, entre ellos: «evitar influencia gubernamental indebida sobre las artes». Es la política que aplican, en el Reino Unido, los Arts Councils en relación a los fondos que otorgan y que existe en la mayoría de los países del mundo con tradición en el desarrollo de la excelencia cultural.

En el modelo chileno vigente, se agregan a este modelo, estímulos tributarios como los que el redactor señala como camino casi único aunque, en verdad, no tan generalizado como cree. Sin duda la opción tomada por nuestro país lo supera y complementa. Es decir, hemos recogido lo mejor de ambos modelos.

Aún así, nada impide, sino al contrario, un serio debate público al respecto.

03 junio 2007

¿POLÍTICA CULTURAL CONTROVERTIBLE?

Hasta ahora había conocido varios adjetivos para calificar la política cultural vigente en Chile. Un comentario editorial de El Mercurio del 3 de junio agrega uno nuevo: “controvertible”. Es decir, impugnable, debatible, discutible, problemática o polémica. En palabras de la RAE, que se puede “discutir extensa y detenidamente sobre una materia defendiendo opiniones contrapuestas”.

Efectivamente, unos pocos puntos que toca la editorial se pueden discutir detenidamente, pero hay otros que no valdría la pena hacerlo por la sencilla razón de que están basados en mala información o porque han generado suficiente consenso en el país.

En el primero de los casos, están las afirmaciones del Mensaje Presidencial del 21 de Mayo referidas a los contenidos de los centros culturales y bibliotecas que se anuncia serán habilitados en los próximos años. En los primeros, efectivamente está planificada de elaboración, en conjunto con sus futuros beneficiarios, de los planes de gestión respectivos y que por cierto serán diversos conforme a la localidad donde se sitúen.

Sobre las bibliotecas, no creo que sea discutible la necesidad de crearlas en los escasos lugares donde aún no existen aunque sí es posible analizar los contenidos en términos de ejemplares de que serán dotados. Hasta ahora, en el resto de las ciudades donde existen bibliotecas públicas, tal misión la ha cumplido la DIBAM con razonables apoyos del Consejo Nacional del Libro y la Lectura y tecnologías computacionales y de Internet aportadas por el convenio con la Fundación Bill&Melinda Gates. Todo ello favorablemente acogido por las comunidades a las que sirven.

Donde podría existir controversia es en el sentido y los contenidos de las bibliotecas de familia, que, en rigor, fueron formuladas por la Presidenta como parte de la política educacional y no la cultural, será en ese Ministerio entonces donde residirá la eventual polémica. Así mismo es controversial lo que el articulista califica como “énfasis desproporcionado en el carácter festivo o recreacional de la política cultural”. En ninguna parte de la política cultural formulada con horizonte 2010 aparecen actividades festivas o recreacionales, tampoco pudiese deducirse de alguna de sus 52 medidas que el Estado tiene funciones de organizador de festivales o productor de eventos. Cualquier sesgo en esa línea parece discutible y desde luego su existencia corresponde más a planes del gobierno aplicados por el servicio público llamado Consejo de la Cultura, sin comprometer las políticas de Estado que lo trascienden.

La respuesta a estas prácticas la recoge el mismo documento: “La creación y ampliación de audiencias demanda el financiamiento de espacios adecuados y programas reales de educación públicos sostenibles en el tiempo”. Esta manera de hacer las cosas es coherente con la Política Cultural del Estado de Chile que comentamos y no debiera entonces prestarse a polémica.

Lo mismo ocurre cuando el artículo se refiere a la necesidad de agregar al adjetivo “inclusiva” que usa la Presidenta para calificar la Política Cultural de Estado que tenemos y le pide se agreguen “componentes como el rigor, el profesionalismo y el cumplimiento de estándares de calidad”. Tales componentes forman parte de ella, a través de organismos colegiados y participativos, además de los consejos especializados y los respectivos comités consultivos existentes en todas las regiones. Si a ello agregamos que, por ejemplo, para asignar los fondos concursables, estos organismos recurren a jurados idóneos y comités de especialistas, la preocupación del articulista no parece controversial.

Donde se muestra falta de información es cuando se solicita que es “indispensable ampliar el programa de becas para el desarrollo de los artistas y su vinculación efectiva con el mundo real”. Recientes resultados de la línea Becas y Pasantías del concurso 2007 de Fondart demuestran que la demanda por ellas está casi completamente satisfecha tanto en establecimientos del hemisferio norte como del nuestro, de modo que tampoco es controversial este tema pues el fondo público concursable creado para este efecto funciona con criterios de transparencia, asignación por pares y conforme a las necesidades tanto del mundo de los creadores como de los gestores culturales.

Hacia el final, el texto reafirma algo que sabemos desde hace tiempo y que por tanto no es posible encontrarle puntos contradictorios con la situación que vivimos en Chile: “La institucionalidad cultural centralizada, dirigida y financiada directamente por el Estado-mecenas, es una formula que hace agua y se bate en dificultosa retirada en Europa”. Lo sabemos desde antes de crearse el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes y su constitución asume plenamente esta situación mundial evidente. No hay controversia, sino redundancia.

Redundancia que se confirma con la frase de cierre: “Las tendencias más modernas, eficaces y democráticas se orientan hoy al financiamiento privado, fomentado por el Estado mediante políticas que incentiven la contribución de todos los niveles de ingreso.”

Así vistas las cosas, del mismo texto desprendemos un contenido que dista mucho de plantear conflictos sino más bien un respaldo a las políticas culturales vigentes y a los encargados de formularlas, un organismo plural, colegiado y a juzgar por el comentarista, acertado en sus obras. Pareciera que lo controvertible pasa poco más allá del titular.