Texto de presentación del DICCIONARIO DE LA MUERTE de César Parra, RIL editores. Leído el 31 de octubre de 2010 en la Feria Internacional del Libro de Santiago.
Como en todo aquello vinculado a la dictadura de la muerte (valga la redundancia), me sometí a la solicitud de César Parra de presentar su Diccionario de la muerte. Sólo después de un adecuado “velorio o velatorio” (página 294) caí en cuenta que había aceptado introducir una paradoja. En efecto, un diccionario es, en palabras actuales, un “motor de búsqueda” y la muerte es su antónimo, es decir la única certeza de que disponemos desde nuestro nacimiento. Lo único que no requiere de búsqueda alguna. La negación de la wikipedia y de google al mismo tiempo. Por más que busquemos, sabemos el resultado.
Me consuelo (término ausente del Diccionario) pensando que estamos en una época de búsquedas. Los buscadores son “signos de los tiempos”, diría revista Mensaje, y, reconociendo que provengo de tiempos de certezas (el tiempo de las ideologías, término que no encuentro en el Diccionario de la muerte, a pesar de tanto agorero) me resigno a peregrinar por las páginas de la obra en comento, a pesar de saber que no será una tarea fácil para quién, en su tiempo, buscaba poco y encontraba mucho (compañeros, camaradas, líderes, enemigos del pueblo, gorilas, fachos). Ingreso al motor de búsqueda con mis propias asociaciones con el tema.
Busco: Valparaíso (una ciudad que está muriendo desde mucho antes que allí yo naciera allí, cuando emergió el Canal de Panamá, autor de un crimen no prescrito). Aparece sólo una mención: bajo el descriptor “Tumbas Malditas”, la cuarta acepción, referida al sarcófago de Martín Busca, en el cementerio de Playa Ancha, que como un modo de escabullir su pacto con Satán, no toca el suelo sino reposa sobre una salvadoras patas de león. ¡Gran metáfora! Valparaíso se ha ido salvando de la muerte –aunque no necesariamente del infierno- con improbables patas de león provistas por conmovidos gobernantes que periódicamente le otorgan: un congreso arquitectónicamente indigno aún del más modesto de sus hermosos cementerios; una declaratoria de patrimonio de la humanidad, caída desde La Moneda; un reciente Fórum -casi clandestino- de las culturas… mientras su índole urbana se empeña en impactarnos con solemnes incendios, conmovedoras explosiones de gas y electricidad simultáneas, regulares desfalcos de fondos públicos y cinematográficos encallamientos de navíos semi fantasmas. Pienso que más lo segundo que lo primero conserva esta permanente agonía que la hace, a mi juicio, una de las mejores ciudades para morir. Me explico.
Valparaíso tiene el honor de haber creado el primer cementerio de disidentes del país (si no del sub continente) evitando que ingleses, luteranos, judíos, griegos y otros especímenes de “gringos” varios se pudrieran en la vía pública mientras los católicos se pudrían en privado.
Valparaíso escenifica los mejores funerales de bomberos que conozca. Nunca tan bien empleado el término (curiosamente ausente del texto en comento) de “pompas” fúnebres que benefician tanto a los difuntos voluntarios de la Pompa Italia como a los de todas las compañías uniformadas con los más variados colores, que ascienden al anochecer por los cerros, cada bombero con una generosa antorcha hasta llegar, tras una genuina carroza, tirada por caballos y gobernada dócilmente por pálidos cocheros, a las helénicas puertas del cementerio número dos que acoge el mausoleo institucional. “Quisiera ser bombero en Valparaíso” añora Edwards Bello.
No sólo por la pomposidad del entierro ni la generosidad de una vida de apagar siniestros generalmente estimulados por dos causas humanas y una natural: la deficiente mantención de edificios centenarios, la espeluznante afición porteña a los fuegos artificiales y –la natural- el pertinaz viento que estimula en instantes que una chispa se convierta en “infierno” (páginas 165 a 169). También es recomendable morir en Valparaíso por las probables desventuras que seguirán al reposo –a tiempo impredecible- debido a la ubicación del acogedor conjunto integrado por los cementerios número 1, número 2 y de disidentes, localizados en las cumbres del Cerro Cárcel, antes Cementerio o Panteón, poseedores de una de las vistas más privilegiadas de nuestro primer puerto según el profesor Leopoldo Sáez Godoy. Tal es así que durante el devastador terremoto de 1906 –que desangró, entre otras, las arcas dispuestas para celebrar el Centenario de 1910- los muertos de los cerros retornaban al plan en macabro matrimonio con los fallecidos recientes, fruto de la tragedia. Fue difícil al Almirante Gómez Carreño imponer el orden, no obstante pudo lograrlo no sin incrementar por su mano los ocupantes de cementerios locales, en especial de saqueadores y todo tipo de delincuentes que pretendían profitar del desastre. Sin embargo, el Almirante (imperdonablemente ausente de este Diccionario) pudo retirarse al mausoleo familiar del cementerio número dos a yacer sin cargos de conciencia bajo su decidora lápida “fondeado sin novedad”.
Decía que incluso el Cerro Panteón ha dejado huella literaria. Sólo ficticia. Según Sáez Godoy: “puede considerarse desaparecido”.
No obstante tales desventuras sigo pensando que Valparaíso es un buen lugar para morir:
Dada su geografía anfiteatral, es posible abarcar en un solo golpe de vista el lugar de nacimiento y el cementerio de tus antepasados, facilidad que muy pocos lugares ofrecen. Misma condición geográfica que permite determinar con certeza –ya en vida- la visión de la bahía que se tendrá por la eternidad y por tanto, acepta que se comience a disfrutar en plena vida. Una verdadera sinopsis o anticipo del panorama que vendrá.
Debido a su condición histórica de ciudad puerto y puerta de migrantes es sencillo conocer a los antepasados de un porteño incluso hasta la primera generación en Chile debido a que cada colectividad se enorgullece de su respectivo mausoleo y muestra con orgullo a los primeros padres que desembarcaron un día con la vista fija en los cerros que los acogerían. ¡Qué diferencia con los parques actuales dónde es imposible prever quienes serán tus vecinos eternos ni mucho menos sus ascendientes ni sus compatriotas!
A causa de la generosidad de SM la Reina Victoria y de algunos remotos mecenas franceses, es posible, en Valparaíso, disfrutar hoy de dos de los más notables órganos de que dispone Chile y que harán inolvidable las ceremonias de despedida así como estremecedoras las sesiones de recuerdo que podrán verificarse en la Iglesia Anglicana de Saint Paul, en el cerro Alegre (un plus) o en la Iglesia de los Padres Franceses de calle Independencia (otros plus). Nunca más familiares llevando radios portátiles a las ceremonias de despedida para mal escuchar la música favorita del fallecido.
Finalmente, la proliferación de bares, picadas, salones de té, cafés literarios, cinzanos, jotacruces, rotondas y demases hacen posible amortiguar el dolor en comidas y bebidas para todo paladar sin tener que obligarse al monopólico quitapenas (otra ausencia, aunque perdonable), que no por tradicional deja de ser poco variado.
Lo que sí es extraordinariamente diverso es el Diccionario de César Parra. Se trata de un conjunto multitudinario de significados que se asocian con delicadeza y certeza poco frecuente a anécdotas, plantas, vampiros de los más ignotos orígenes, tumbas de inimaginables decoraciones, ritos de religiones y usos de todo el orbe y toda la historia, esculturas funerarias de inédita variedad, cementerios de geografías diversas, relatos escalofriantes, muertes para todos los gustos y sabrosos guiños literarios que revelan la índole del autor.
Recordamos a asesinos notables como el falso anticuario Roberto Heabig, descubierto por Víctor Vaccaro, entonces reportero de “Clarín” (pag.41).
Conocemos aquí como Lincoln soñó su propia muerte un mes antes de su asesinato, de qué calibre son los entierros de los hampones y cuáles son las inexcusables historias del Instituto Médico Legal. Porque no hay lugar que haya tenido vida, que no haya padecido muerte. Y es así como no podría terminar esta presentación doblando la cerviz ante la implacable verdad del día y el lugar que nos reúne.
No podía César Parra convocarnos sino un 31 de octubre (ver Halloween, página 160) para advertirnos que cuando salgamos de esta sala nos encontraremos con una añosa celebración del día de los muertos. Y no podría yo terminar estas palabras sin saludar a los muertos de la casa, aquellas “sombras pasajeras que, sin saberlo, cada tanto nos visitan”, como reza, parodiando a Neruda, el acceso a la sala dónde preparamos nuestros cafés que revolvemos sin dejar de saber que hemos venido a perturbar a la “vieja chica” y el “leñador” que antes, mucho antes de que éste fuera un centro cultural, se paseaban como almas en pena y que paulatinamente se han habituado a los quehaceres culturales en que nos empeñamos, llegando a acompañarnos cada vez con más frecuencia, en paz, como probablemente lo hacen esta tarde, en esta estación.
Gracias amigo mío, fue una presentación notable!
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