27 julio 2013

UN MINISTERIO PARTICIPATIVO EN GESTACIÓN Y GESTIÓN

San Jorge y el dragón, Jacopo Tintoretto

Para quienes conocimos, en la década de los noventa, la historia fidedigna de la gestación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, no debiera extrañar que hoy, en la antesala de su revisión, sea el Parlamento quién salga a rescatar, cuál Jorge de Capadocia a la Princesa de la Cultura amenazada por el dragón, de un proyecto de ley apresurado, poco acucioso y sobretodo, ignorante de la realidad del sector que se pretende normar. En definitiva, un texto al que le faltó justamente aquello que los diputados hicieron en 1996 y que comenzarán a ejercitar en 2013: ESCUCHAR.

No es menor el que la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados haya convocado a una sesión ampliada o audiencia pública el 29 de julio y emitido una cantidad de invitaciones a actores relevantes del sector. Fue como el despertador. Equivale a la citación que ocho diputados de todos los partidos con representación parlamentaria hicieron a inicio de 1996 -José Antonio Viera Gallo, Isabel Allende, Maria Antonieta Saa, Mariana Aylwin, Ignacio Walker, Andrés Chadwick, Luis Valentín Ferrada y Alberto Cardemil- a sesiones abiertas, en la sala María Luisa Bombal del Centro Cultural Estación Mapocho, los martes de dicho año, a las ocho y media de la mañana. Pasaron por esa gigantesca mesa redonda decenas de gestores culturales, artistas, invitados extranjeros, más de una sesión por vídeo conferencia, hasta llegar a formular -parlamentarios y "civiles"- una incierta convocatoria para el 16 de noviembre de ese año, a un Encuentro de Políticas Públicas y Legislación Cultural. Llegaron más de 600 delegados, en su mayoría espontáneos, de todo el país que se inscribieron en un puñado de comisiones para expresar sus demandas. Lo interesante fue que los legisladores las escucharon y ese clamor llegó hasta La Moneda, desde dónde el Presidente Frei Ruiz Tagle envió a su  Ministro de Educación, José Pablo Arellano, para comprometer una Comisión Presidencial que recogiera y estudiara las 120 prioridades nacidas en ese particular entorno.

Esa Comisión sesionó durante todo el año 1997, en las oficinas de la División de Cultura, teniendo como anfitrión a Claudio Di Girólamo. Su trabajo -que incorporó además de parlamentarios -Gabriel Valdés, Luis Valentín Ferrada, María Antonieta Saa- a empresarios -David Gallagher, Roberto de Andraca y Mauricio Larraín- y por cierto a gestores y artistas hasta completar 17 personas. El resultado fue un articulado de ley para crear el CNCA y otro para modificar la Ley de Donaciones. Sólo con eso avanzado, el gobierno siguiente, de Ricardo Lagos, se atrevió a mandar un proyecto de ley de institucionalidad cultural al parlamento. El terreno estaba abonado.

Qué diferente a la iniciativa reciente en la que el Gobierno Piñera confundió eficiencia con cumplimiento de plazos y presentación del proyecto con meta. Priorizó la formalidad de su presentación por sobre confeccionar un proyecto adecuado a los tiempos y al desarrollo del sector desde 1990 a la fecha, no entendió ni profundizó el proceso creciente y simultáneo de participación e institucionalización que encabezaron coherente y sucesivamente DiGirolamo, Agustín Squella, José Weinstein y Paulina Urrutia.

Pero el error no está sólo en no advertir la línea de desarrollo en el mundo público, tampoco consideró los consistentes avances del mundo cultural en el ámbito privado: interrumpió la expansión y consolidación de corporaciones culturales privadas sin fines de lucro como el Gam, Balmaceda y Matucana. Curiosamente para un gobierno de derecha, tuvo miedo de la gestión autónoma de esta instituciones e intentó controlarlas desde el gobierno por la vía presupuestaria y restringiendo la diversidad y cantidad de sus directores, lo contrario de lo acontecido recientemente en el Teatro Municipal de Santiago, que amplió el espectro de su máximo órgano directivo, con interesantes resultado ya a la vista.

Cabe entonces, dos cosas: una felicitación a la Comisión de Cultura por iniciar el proceso de participación que no se hizo antes de presentar el proyecto, e iniciar la propuesta de temas que deberían estar presentes en el camino que comienza, para retomar la senda bruscamente interrumpida el 2010. 

Desde luego, mejorar las condiciones de participación de la ciudadanía en el eventual Ministerio, tanto desde las regiones y de los creadores como de los pueblos originarios y las audiencias.

Desarrollar un estatuto funcionario que dignifique a quienes trabajan tanto en la DIBAM como en el CNCA.

Considerar estructuralmente la multiculturalidad de Chile en la nueva entidad.

Avanzar decididamente en la descentralización del desarrollo cultural, tanto en términos de presupuesto como de participación de personalidades regionales en las decisiones de alcance nacional.

Y, para estar a tono con lo que la sociedad está demandando, lo primero será algo tan simple como escaso hasta ahora: un par de buenos oídos para escuchar.

Así se construyó el Consejo Nacional de la Cultura y sólo así se edificará la institución que lo supere y fortalezca en sus rasgos principales, que se resumen en la ya tradicional frase: la cultura es tarea de todos, que debiera derivar en que el  acceso a ella sea un derecho de todos.

Cuando ocurra, el episodio del dragón, será solo un mal recuerdo.

18 julio 2013

CASTILLO, EL RECTOR DE LAS COMUNIDADES

Mis hijos solían decir que, cuando crecieran, iban a vivir también en casas de ladrillo. Se referían a aquel conjunto habitacional donde, desde 1981, vivimos y crecieron compartiendo con decenas de otros niños de su edad, en un amigable entorno que casi hacía olvidar el siniestro panorama que campeaba en el país, azotado por una inclemente dictadura. Digo casi, porque ese ambiente exterior se filtraba cada noche de protesta cuando los residentes y muchos vecinos -"queremos pasar la protesta con ustedes"- nos esmerábamos en abollar cuanta olla estaba a nuestro alcance y hasta retratarnos bajo un simbólico cartel que rezaba el más profundo de nuestros sentimientos: "NO PASARAN".


Quién nos permitió tales dignidades se llama Fernando Castillo, es arquitecto, fue Rector de mi universidad y me honró con su amistad.

Ésta nació al calor de la post reforma universitaria, en 1968. Yo era un aguerrido dirigente estudiantil, desconfiado de quienes, con banderas reformistas y no suficientemente revolucionarias, se establecían en la casa central de la universidad a intentar gobernar la nueva etapa. Hasta que una noche dominical, viendo el obligatorio  "A esta hora se improvisa" en Canal 13, lo escuché hablando de que nuestra casa de estudios era doblemente universal, por lo universitario y por lo católico... Me cautivó su planteamiento, le escribí una carta contándoselo y lo olvidé. Hasta que recibí, un pendejo de primer año de sociología, un llamado del secretario general de la Universidad, Ricardo Jordán, señalándome que había leído la carta, que le había gustado mucho a ambos y que el rector me recibiría en una fecha cercana, en cuando regresara de un viaje a Cuba.

Asistí curioso y conversamos como viejos amigos, don Fernando me contó de sus impresiones de La Habana y yo, simplemente, no recuerdo qué le hablé, pero transcurrieron muchos minutos y salí, considerando a la oficina de la Rectoría y esa escalera redonda que lleva a ella como familiares.

Estudié sociología y periodismo en esa universidad reformada, seguí el sistema de carreras paralelas, tomé cursos facultativos en Filosofía -Pensamiento Político de Fidel Castro y el Ché Guevara-; Estética -Marxista-, y Literatura: Cortazar. Disfruté profundamente esa etapa universitaria hasta su agonía: el 24 de septiembre de 1973, cuando -invitado subrepticiamente por un amigo entrañable- asistí atónito a la última sesión del Consejo Superior presidida por Castillo, antes de ser "honrosamente" sustituido por un Almirante delegado por el debutante gobierno militar. Don Fernando obvió esa dudosa ceremonia sucesoria, enviando al vice Rector Alfredo Etcheverry a reemplazarlo.

Luego, partió al exilio. Argelia, dónde experimentó con las casas de techo plano que innovó en las futuras comunidades, sólo que en clima lluvioso. Esa pugna entre el arquitecto que ama su obra y el usuario que pretende evitar que sus paredes y techos exuden humedad nos unió aún más. Me llevó a su casa, me mostró los tarritos que colgaban de sus techos para recoger las aguas lluvias y me ofreció llevarme su estufa a leña para paliar mis reclamos. Con amor e hidalguía asumí como muchos, por no decir todos los comuneros, que nuestra casas tenían muchas ventajas como para estar reparando en simples goteras, tan poéticas ellas.

Finalmente, los techos se arreglaron, las paredes se impermeabilizaron y hace unos meses celebramos con un baile los 30 años de vida en comunidad. Bailamos con don Fernando y Mónica y nos abrazamos con hijos y hasta nietos amantes de las casas de ladrillo.

Pero, no sólo fue maestro de viviendas, también de periodismo. Celebrábamos -en julio de 1978- los dos años de vida de la revista APSI y por cierto, todos querían ir a la comida conmemorativa, pero nadie hacer uso de la palabra. Excepto Fernando que venía llegando desde Inglaterra y nos deleitó con una lección sobre la libertad, estimulandonos a seguir con la improbable empresa de editar una revista independiente en plena dictadura. Los comedores repletos de la Unión Española en calle Carmen, fueron testigos de una de las primeras cenas masivas de la resistencia, en la que recibimos a decenas de delegaciones de partidos políticos completamente inexistentes y clandestinamente operativos.

Veinticuatro horas antes de fallecer Fernando Castillo Velasco, el poeta Pedro Lastra formalizaba ante el actual Rector de la Universidad Católica, Ignacio Sánchez, una extraordinaria donación de dos mil quinientos libros, muchos autografiados por notables autores contemporáneos de Lastra, que irían a enriquecer la biblioteca de la facultad de Letras de la UC. La íntima celebración se realizó en los salones de la rectoría. Cuando Pedro me contó, le solicité que se fijara en cada detalle porque quería comparar ese entorno con aquel de la charla con don Fernando cuándo yo no regalé nada, pero recibí uno de los presentes que más he apreciado en la vida: conocer a Fernando Castillo.

Estoy cierto que no lo olvidaré.


08 julio 2013

HABÍA UNA VEZ, HACE 40 AÑOS, UNA CUNCUNA...


Lo mejor de los buenos recuerdos es que no se van fácilmente. Mucho mejor es cuándo otros ayudan a conservarlos. Es lo que acaba de acontecer con una inesperada solicitud de entrevista venido desde la Fundación La Fuente, aquella de las "bibliotecas vivas"... Cumpliendo con su lema, me consultaron sobre la Colección Cuncuna, que formó parte de esa formidable empresa editora que en menos de tres años inundó el país de libros relevantes y económicos, llamada Quimantú o "sol del saber". A continuación, transcribo la conversación que me hizo regresar cuarenta años atrás y homenajear lo mucho que perderíamos, unos meses más tarde.


- ¿Puede describirnos cómo era el ambiente de la editorial Quimantú cuando llegó a trabajar allí? ¿Fue cambiando durante el tiempo que estuvo ahí?

-              Era un ambiente de gran optimismo y alegría, de que “todo era posible”. Para mí fue la principal manera de integrarme a un  proceso revolucionario que encabezaba el compañero Presidente, Salvador Allende. Era llegar a una empresa del área social de la economía, administrada por sus trabajadores, en la cual se combinaban el trabajo profesional con el compromiso político y la participación en la gestión de la empresa. Almorzábamos en el casino, que estaba junto al taller, compartíamos con los obreros tanto al mediodía como en las tardes, en reuniones de sindicato, de comité de producción o de partido. No había día de la semana en que no participara de reuniones de diferentes órganos de participación popular y muchas veces, el fin de semana realizábamos trabajos voluntarios para elevar la producción o simplemente ayudar a descargar alimentos de algún tren que llegaba desde los puertos.
                Dicho ambiente fue cambiando en la misma medida en que fue cambiando el panorama político nacional. La convivencia –fuera de la empresa- se fue crispando y esa realidad de lucha social comenzó a reflejarse en las publicaciones, hasta que llegó el momento en que me di cuenta de que, habiendo dejado suficientes ediciones de Cuncuna listas para su impresión, había poca cabida en las prensas para ellas. Renuncié en junio de 1973. Fueron los años más plenos de mi vida profesional y política. Pude combinar la lectura de cientos de cuentos infantiles, con su análisis valórico, que me sirvió para desarrollar mi memoria de grado como Sociólogo, con una intensa vida vinculada a las políticas culturales y la participación social en un proceso inédito de cambios.

 Cuando asumió como director de Cuncuna, ¿cuál era el propósito o misión que le transmitieron? (y quién se lo transmitió).  

-              Mi trabajo fue definido, primero, por mi Jefe, Tomás Moulian, como Encargado de Libros Infantiles  y Textos de Estudio. Implicaba crear, desde cero, una colección de cuentos para niños dentro de la misión de la División Editorial de Quimantú, que era “democratizar la cultura”, al igual que las colecciones Quimantú para todos, Nosotros los chilenos o Minilibros.

- ¿Cómo logró internarse en la literatura infantil, viniendo de la sociología?
-              Ya venía “internado” pues había resuelto hacer mi Memoria para obtener el grado de Sociólogo en la Universidad Católica de Chile, sobre “Los valores en los cuentos infantiles chilenos”. Llegué premunido de una Antología de cuentos infantiles que me había regalado mi abuelo, en la que leí cientos de textos. Además, conté con la valiosísima asesoría de profesoras de la Escuela de Educación Parvularia de la Universidad de Chile, en especial su Directora, Linda Volosky y María Angélica Rodríguez. Durante tres años, leí mucho, muchos cuentos, poesías y otras creaciones para niños o aparentemente para ellos. Me di cuenta que prácticamente no había en el mercado libros infantiles hechos en Chile, con lenguaje chileno y mucho menos de autores chilenos. Era el reino del pardiez, el melocotón y otras expresiones tan castizas como desconocidas. Decidí, con la aprobación de mi Jefe de División, Joaquín Gutiérrez, crear la “Primera colección chilena de cuentos infantiles”. Esto significaba que habría autores internacionales y nacionales, pero todos publicados en lenguaje chileno, con ilustradores chilenos e impreso por trabajadores chilenos.
                Tuve la generosa y cariñosa ayuda  de mis compañeros trabajadores de Quimantú, que me asesoraron en la elección del nombre –Cuncuna-, del logotipo de la colección, del papel, del tipo de letra, del formato y del tipo de prensas y aplicaciones de color que emplearíamos. Para los compañeros del taller, yo era “Cuncunita” (tenía poco más de 20 años) y ellos quienes me llamaban para ofrecerme espacio sobrante en los pliegos de otras colecciones para incorporar marcadores, afiches, tarjetones u otros impresos espontáneos para apoyar a Cuncuna, sin mayor costo para nuestra empresa.

- ¿Cómo llegaban a sus manos los proyectos y cómo seleccionaba cuáles se publicaban?


-              Ya he dicho cómo, a través de mis lecturas y la asesoría de Alfonso Calderón y María Angélica Rodríguez, pude acceder a cuentos de la literatura universal que estimulaban los valores que queríamos fomentar, como la solidaridad (El rabanito que volvió), la belleza (El negrito zambo), el trabajo (La flor del cobre) y en general, la buena literatura, que no tiene edad (El gigante egoísta, El príncipe feliz). Lo más dificultoso fue encontrar autores chilenos contemporáneos. Convocamos a los más promisorios autores del momento (Skármeta, Dorfman, Luis Domínguez…) y todos honestamente lo intentaron pero descubrieron que era mucho más difícil escribir para niños…

                Lo más dificultoso era seleccionar a los ilustradores. Llegaban muchos a ofrecer su trabajo y había que hacerlos calzar con alguno de los textos escogidos. Así  aparecieron el trazo delicado de Marta Carrasco, el clásico de NATO o Guidú, el rupturista de Guillermo Tejeda (ilustrando un cuento de su padre, Juan, El huevo vanidoso), los grabados de Irene Domínguez (El medio pollo), hasta las historietas de HERVI (La desaparición del carpincho).

                La responsabilidad de selección de cuentos  e ilustradores era mía, bajo la atenta mirada de Joaquín Gutiérrez.


- ¿Hay algún libro que recuerde con especial cariño?

-              Como el hijo mayor, amo El negrito zambo. Sus ilustraciones nos sirvieron para difundir la colección y uno de mis slogans favoritos del gobierno de la UP: “Los únicos privilegiados serán los niños”. Hicimos, gracias a los compañeros del taller, un tarjetón con el negrito de ombligo parado, recostado en una palmera, luego de devorar cientos de panqueques hechos con la grasa de los tigres que lo acosaron, con la leyenda: “Perdón, pero somos privilegiados”. Más tarde la vi en jardines infantiles, dormitorios de niños y no pocas oficinas o prensas del taller.

- ¿Qué aprendió de ese tiempo en Cuncuna? Trabajando cerca de Tomas Moulián, Alfonso Calderón, Joaquín Gutiérrez...

-              Aprendí de todos ellos, cosas diferentes. De Tomás, su calidad intelectual y la confianza ciega que tuvo en un muchacho veinteañero al que le entregó una enorme responsabilidad sin recelar ni desconfiar un minuto. Mucho menos, pedirme cuentas. Nos distribuimos la pega y cada uno hizo lo suyo.
De Alfonso, su inconmensurable capacidad de haber leído absolutamente todo lo publicado, recordarlo, ser capaz de hacerle un prólogo, sugerir una ilustración de portada y saber exactamente cuantas páginas impresas significaba la obra. Con él hicimos, una tarde, el listado completo de lo que sería la colección, antes de presentarlo a Joaquín Gutiérrez. Además, su picardía: “incluye en la lista Cocorí”, obra de Joaquín, me aconsejó. Sabía que los derechos no estaban disponibles, pero me labró una entrañable amistad con mi jefe.
De Joaquín, el oficio de editor. La preocupación por cada detalle de cada libro, tipo de letra, papel, colores de la portada, distribución, publicidad. Fue mi universidad editorial. Además, recibí y agradezco, su cariño más que paternal, como de abuelo. Tuve el privilegio que me llamara a su oficina para leerme párrafos de sus nuevas obras, recién creados y escuchar mis comentarios. Un maestro.

- Usted recuerda en una columna que los libros de Cuncuna, y la revista Cabrochico, “eran alterados por nuestro Departamento de Evaluación e Investigaciones” (vistiendo a Mizomba o haciendo cantar a Caperucita la canción “Venceremos”) ¿Cómo era su relación con este departamento y cómo reaccionaba en esos tiempos a esas medidas que se tomaban?

-              De amor y de sombras. Allí trabajaba mi polola. Pero las sombras surgían cuando alteraban contenidos de obras clásicas para introducir el mensaje ideológico, burdamente. Mi reacción era muy tranquila, reforzaba mi convicción de que Cuncuna sólo publicaría cuentos tal cual fueron creados por su autor, o sencillamente no los publicaría, pero jamás los alteraría. La segunda reacción era discutir el tema en Comités de Producción o círculos de trabajadores de la empresa. Siempre tuve la satisfacción de que los compañeros obreros compartían mi visión. Lo que en esa época no era menor.

- ¿Podrían la mayoría de los libros que publicó Cuncuna ser reeditados hoy o responden, más bien, a un contexto histórico determinado?

-              Creo, con orgullo, que todos podrían ser reeditados, tal como lo han sido algunos (La doña Piñones, en Ekaré), se trata de clásicos que viven en la memoria de los niños de entonces que hoy, cincuentones o cuarentones, recuerdan con cariño.

- ¿Sería posible hoy un proyecto como lo fue Quimantú? / ¿Cree que sería beneficiosa hoy una editorial estatal?
 -             En términos absolutos, ya no existen empresas editoriales de esa envergadura, es decir que contengan en su seno  talleres de impresión con tres o cuatro tecnologías diferentes, empresas de distribución (Quimantú tenía tres), agencias de publicidad, bodegas, equipos de dibujantes letristas y coloristas para historietas, equipos de creación de contenidos, revistas periodísticas, centro de documentación… 
                El concepto de Quimantú, para recrearse, requiere de un proceso político como el que la creó. Más que una editorial, fue un gigante no egoísta que difundió literatura, de la buena, entre quienes entonces no tenían acceso a la cultura.

                Ese propósito es el que puede y debe recuperarse.