08 julio 2013

HABÍA UNA VEZ, HACE 40 AÑOS, UNA CUNCUNA...


Lo mejor de los buenos recuerdos es que no se van fácilmente. Mucho mejor es cuándo otros ayudan a conservarlos. Es lo que acaba de acontecer con una inesperada solicitud de entrevista venido desde la Fundación La Fuente, aquella de las "bibliotecas vivas"... Cumpliendo con su lema, me consultaron sobre la Colección Cuncuna, que formó parte de esa formidable empresa editora que en menos de tres años inundó el país de libros relevantes y económicos, llamada Quimantú o "sol del saber". A continuación, transcribo la conversación que me hizo regresar cuarenta años atrás y homenajear lo mucho que perderíamos, unos meses más tarde.


- ¿Puede describirnos cómo era el ambiente de la editorial Quimantú cuando llegó a trabajar allí? ¿Fue cambiando durante el tiempo que estuvo ahí?

-              Era un ambiente de gran optimismo y alegría, de que “todo era posible”. Para mí fue la principal manera de integrarme a un  proceso revolucionario que encabezaba el compañero Presidente, Salvador Allende. Era llegar a una empresa del área social de la economía, administrada por sus trabajadores, en la cual se combinaban el trabajo profesional con el compromiso político y la participación en la gestión de la empresa. Almorzábamos en el casino, que estaba junto al taller, compartíamos con los obreros tanto al mediodía como en las tardes, en reuniones de sindicato, de comité de producción o de partido. No había día de la semana en que no participara de reuniones de diferentes órganos de participación popular y muchas veces, el fin de semana realizábamos trabajos voluntarios para elevar la producción o simplemente ayudar a descargar alimentos de algún tren que llegaba desde los puertos.
                Dicho ambiente fue cambiando en la misma medida en que fue cambiando el panorama político nacional. La convivencia –fuera de la empresa- se fue crispando y esa realidad de lucha social comenzó a reflejarse en las publicaciones, hasta que llegó el momento en que me di cuenta de que, habiendo dejado suficientes ediciones de Cuncuna listas para su impresión, había poca cabida en las prensas para ellas. Renuncié en junio de 1973. Fueron los años más plenos de mi vida profesional y política. Pude combinar la lectura de cientos de cuentos infantiles, con su análisis valórico, que me sirvió para desarrollar mi memoria de grado como Sociólogo, con una intensa vida vinculada a las políticas culturales y la participación social en un proceso inédito de cambios.

 Cuando asumió como director de Cuncuna, ¿cuál era el propósito o misión que le transmitieron? (y quién se lo transmitió).  

-              Mi trabajo fue definido, primero, por mi Jefe, Tomás Moulian, como Encargado de Libros Infantiles  y Textos de Estudio. Implicaba crear, desde cero, una colección de cuentos para niños dentro de la misión de la División Editorial de Quimantú, que era “democratizar la cultura”, al igual que las colecciones Quimantú para todos, Nosotros los chilenos o Minilibros.

- ¿Cómo logró internarse en la literatura infantil, viniendo de la sociología?
-              Ya venía “internado” pues había resuelto hacer mi Memoria para obtener el grado de Sociólogo en la Universidad Católica de Chile, sobre “Los valores en los cuentos infantiles chilenos”. Llegué premunido de una Antología de cuentos infantiles que me había regalado mi abuelo, en la que leí cientos de textos. Además, conté con la valiosísima asesoría de profesoras de la Escuela de Educación Parvularia de la Universidad de Chile, en especial su Directora, Linda Volosky y María Angélica Rodríguez. Durante tres años, leí mucho, muchos cuentos, poesías y otras creaciones para niños o aparentemente para ellos. Me di cuenta que prácticamente no había en el mercado libros infantiles hechos en Chile, con lenguaje chileno y mucho menos de autores chilenos. Era el reino del pardiez, el melocotón y otras expresiones tan castizas como desconocidas. Decidí, con la aprobación de mi Jefe de División, Joaquín Gutiérrez, crear la “Primera colección chilena de cuentos infantiles”. Esto significaba que habría autores internacionales y nacionales, pero todos publicados en lenguaje chileno, con ilustradores chilenos e impreso por trabajadores chilenos.
                Tuve la generosa y cariñosa ayuda  de mis compañeros trabajadores de Quimantú, que me asesoraron en la elección del nombre –Cuncuna-, del logotipo de la colección, del papel, del tipo de letra, del formato y del tipo de prensas y aplicaciones de color que emplearíamos. Para los compañeros del taller, yo era “Cuncunita” (tenía poco más de 20 años) y ellos quienes me llamaban para ofrecerme espacio sobrante en los pliegos de otras colecciones para incorporar marcadores, afiches, tarjetones u otros impresos espontáneos para apoyar a Cuncuna, sin mayor costo para nuestra empresa.

- ¿Cómo llegaban a sus manos los proyectos y cómo seleccionaba cuáles se publicaban?


-              Ya he dicho cómo, a través de mis lecturas y la asesoría de Alfonso Calderón y María Angélica Rodríguez, pude acceder a cuentos de la literatura universal que estimulaban los valores que queríamos fomentar, como la solidaridad (El rabanito que volvió), la belleza (El negrito zambo), el trabajo (La flor del cobre) y en general, la buena literatura, que no tiene edad (El gigante egoísta, El príncipe feliz). Lo más dificultoso fue encontrar autores chilenos contemporáneos. Convocamos a los más promisorios autores del momento (Skármeta, Dorfman, Luis Domínguez…) y todos honestamente lo intentaron pero descubrieron que era mucho más difícil escribir para niños…

                Lo más dificultoso era seleccionar a los ilustradores. Llegaban muchos a ofrecer su trabajo y había que hacerlos calzar con alguno de los textos escogidos. Así  aparecieron el trazo delicado de Marta Carrasco, el clásico de NATO o Guidú, el rupturista de Guillermo Tejeda (ilustrando un cuento de su padre, Juan, El huevo vanidoso), los grabados de Irene Domínguez (El medio pollo), hasta las historietas de HERVI (La desaparición del carpincho).

                La responsabilidad de selección de cuentos  e ilustradores era mía, bajo la atenta mirada de Joaquín Gutiérrez.


- ¿Hay algún libro que recuerde con especial cariño?

-              Como el hijo mayor, amo El negrito zambo. Sus ilustraciones nos sirvieron para difundir la colección y uno de mis slogans favoritos del gobierno de la UP: “Los únicos privilegiados serán los niños”. Hicimos, gracias a los compañeros del taller, un tarjetón con el negrito de ombligo parado, recostado en una palmera, luego de devorar cientos de panqueques hechos con la grasa de los tigres que lo acosaron, con la leyenda: “Perdón, pero somos privilegiados”. Más tarde la vi en jardines infantiles, dormitorios de niños y no pocas oficinas o prensas del taller.

- ¿Qué aprendió de ese tiempo en Cuncuna? Trabajando cerca de Tomas Moulián, Alfonso Calderón, Joaquín Gutiérrez...

-              Aprendí de todos ellos, cosas diferentes. De Tomás, su calidad intelectual y la confianza ciega que tuvo en un muchacho veinteañero al que le entregó una enorme responsabilidad sin recelar ni desconfiar un minuto. Mucho menos, pedirme cuentas. Nos distribuimos la pega y cada uno hizo lo suyo.
De Alfonso, su inconmensurable capacidad de haber leído absolutamente todo lo publicado, recordarlo, ser capaz de hacerle un prólogo, sugerir una ilustración de portada y saber exactamente cuantas páginas impresas significaba la obra. Con él hicimos, una tarde, el listado completo de lo que sería la colección, antes de presentarlo a Joaquín Gutiérrez. Además, su picardía: “incluye en la lista Cocorí”, obra de Joaquín, me aconsejó. Sabía que los derechos no estaban disponibles, pero me labró una entrañable amistad con mi jefe.
De Joaquín, el oficio de editor. La preocupación por cada detalle de cada libro, tipo de letra, papel, colores de la portada, distribución, publicidad. Fue mi universidad editorial. Además, recibí y agradezco, su cariño más que paternal, como de abuelo. Tuve el privilegio que me llamara a su oficina para leerme párrafos de sus nuevas obras, recién creados y escuchar mis comentarios. Un maestro.

- Usted recuerda en una columna que los libros de Cuncuna, y la revista Cabrochico, “eran alterados por nuestro Departamento de Evaluación e Investigaciones” (vistiendo a Mizomba o haciendo cantar a Caperucita la canción “Venceremos”) ¿Cómo era su relación con este departamento y cómo reaccionaba en esos tiempos a esas medidas que se tomaban?

-              De amor y de sombras. Allí trabajaba mi polola. Pero las sombras surgían cuando alteraban contenidos de obras clásicas para introducir el mensaje ideológico, burdamente. Mi reacción era muy tranquila, reforzaba mi convicción de que Cuncuna sólo publicaría cuentos tal cual fueron creados por su autor, o sencillamente no los publicaría, pero jamás los alteraría. La segunda reacción era discutir el tema en Comités de Producción o círculos de trabajadores de la empresa. Siempre tuve la satisfacción de que los compañeros obreros compartían mi visión. Lo que en esa época no era menor.

- ¿Podrían la mayoría de los libros que publicó Cuncuna ser reeditados hoy o responden, más bien, a un contexto histórico determinado?

-              Creo, con orgullo, que todos podrían ser reeditados, tal como lo han sido algunos (La doña Piñones, en Ekaré), se trata de clásicos que viven en la memoria de los niños de entonces que hoy, cincuentones o cuarentones, recuerdan con cariño.

- ¿Sería posible hoy un proyecto como lo fue Quimantú? / ¿Cree que sería beneficiosa hoy una editorial estatal?
 -             En términos absolutos, ya no existen empresas editoriales de esa envergadura, es decir que contengan en su seno  talleres de impresión con tres o cuatro tecnologías diferentes, empresas de distribución (Quimantú tenía tres), agencias de publicidad, bodegas, equipos de dibujantes letristas y coloristas para historietas, equipos de creación de contenidos, revistas periodísticas, centro de documentación… 
                El concepto de Quimantú, para recrearse, requiere de un proceso político como el que la creó. Más que una editorial, fue un gigante no egoísta que difundió literatura, de la buena, entre quienes entonces no tenían acceso a la cultura.

                Ese propósito es el que puede y debe recuperarse.

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