30 mayo 2019

REPENSANDO "CULTURA ¿QUIÉN PAGA?", EN 2019


Foto Camila Aliaga

Exposición en el seminario "Gobernar la cultura: debates sobre los desafíos de la política cultural en el contexto actual y sus posibles modelos de financiamiento", realizado en el Salón de honor de la USACH, el 29 de mayo de 2019.

Hace 13 años, el panorama de la gobernabilidad y el financiamiento de la cultura era promisorio. Acababa de instalarse el CNCA y había salvado airoso de su primera prueba: el cambio de gobierno y su consiguiente cambio de presidente del Directorio nacional, su máxima autoridad. La presidenta Bachelet había optado por alguien “de adentro” la actriz y sindicalista Paulina Urrutia, que había sido gran conductora del mundo cultural durante la tramitación del proyecto de ley en 2003 e integrante del primer directorio nacional; donde se desempeñó con eficiencia y mucho trabajo, en especial preocupándose de los fondos concursables y sus diferentes estamentos: participantes, especialistas, jurados, y, por cierto, su tribunal supremo, el directorio. 



Era, pues, conocedora en detalle del mundo de las artes. De hecho, en su primera entrevista anunció que ahora venía la segunda fase, es decir, la preocupación por las audiencias.

Su mandato será recordado por ese sello; su conducción del proyecto de Centro Cultural Gabriela Mistral; la enorme simpatía que despertaba entre la gente en sus salidas a terreno -asignable a sus personajes televisivos, de hecho, mucha gente la llamaba por su nombre de la ficción.

Tuvo buen criterio de destinar, ya al final de su mandato y conocido su sucesor, varias horas en introducir a Luciano Cruz Coke -colega actor y amigo personal- en el mundo en el que se incorporaría.

Así fue como el nuevo presidente del directorio, pudo tomar varias decisiones que Urrutia le había dejado macerándose, como la postulación chilena para ser sede, en 2014, de la Cumbre mundial de las culturas y las artes, de Ifacca, y la inauguración y designación de la directora ejecutiva del Centro Gabriela Mistral.

Hasta ahí, todo bien… con las artes. Pero no se sabía con claridad lo que se estaba incubando desde el sector del patrimonio.
Y esto era un malestar con la situación de los museos, y en general de los funcionarios, con la constitución del consejo y lo que consideraban una situación desmedrada de la DIBAM con respecto a este.

La inquietud llegó a La Moneda y se resolvió anunciando -fuera de programa, literalmente- que se crearía un ministerio de cultura.

Cruz Coke acató, jugándose por la opción de que sus entidades participativas se mantendrían, con carácter vinculante. Esta elección, obvia, luego de lo ya avanzado se fue
enfrentando a las dificultades del proceso legislativo, hasta que vino el cambio de gobierno y Bachelet dos no pudo -o no quiso- revertir la disyuntiva ministerial.

Por el contrario, se convirtió en una bandera de sus dos presidentes del consejo: Claudia Barattini, quién, además, en su año de mandato, logró desarrollar una consulta indígena, necesaria para los cambios institucionales.

 El debate sobre cómo preservar las atribuciones participativas y vinculantes del Consejo se fue enredando en la discusión legislativa y ese zapato chino no tuvo -según los asesores- otra salida que un ministerio con dos subsecretarías y un nuevo servicio público para reemplazar a la DIBAM. El destino del CMN todavía es incierto pues se ha hablado de un proyecto de, ley recién conocido, muy anunciado.

Así las cosas, Ernesto Ottone, alcanzó a ver promulgada la ley del ministerio de las culturas, las artes y el patrimonio y pudo ostentar el rango de ministro durante 10 días y medio.

 El nuevo gobierno, Piñera dos, y la ministra Alejandra Pérez se encontraron con una ley fresquita, recién aprobada y nada de implementada. De hecho, el 28 de febrero de 2018, a la medianoche, cesaron en sus funciones los directores nacionales, todos los órganos participativos, los funcionarios del Consejo y los de la Dibam.

Comenzó una frenética carrera -asumida casi en su totalidad por el subsecretario Juan Carlos Silva y sus asesores- por edificar este ministerio tan farragoso cuyas señales externas comenzaron a venir más bien desde el sector del patrimonio donde se despidió a dos directores de museos nacionales (Histórico y Bellas Artes); se intentó hacerlo, sin éxito, con un regional (Puerto Williams); se debió aceptar la renuncia a personas recién designadas y repetir concursos para la designación de autoridades del SNP y el CMN; se hizo cierre virtual del Museo Histórico, finalmente no concretado. Así, este mundo antes languideciendo bajo autoridades y funcionarios de carrera, se llenó de un perfil novedoso en el área: arquitectos, en su gran mayoría de la PUC.


Con todo, la llegada, después de algunos meses, de la ministra Consuelo Valdés fue un bálsamo. Es una persona largamente vinculada al mundo de la cultura, desde la añorada Fundación Andes, pasando por cargos directivos en el MIM y otras instituciones, que ostenta una sólida imagen de vinculación con el patrimonio, sin hacer asco a tocar – y bien- la batería.

 Hasta entonces poco espacio había para preocuparse del financiamiento. Solo se esperaba que el ex Consejo, hoy subsecretaría, lo conservara y el patrimonio, también subsecretaría, lo incrementase.

Contra todo pronóstico, el presupuesto 2019 venía con un relevante recorte a seis instituciones culturales emblemáticas, de un 30% de su habitual asignación anual. Correspondía a una glosa presupuestario de organizaciones varias. Seis de ellas sin fines de lucro y dos asociaciones gremiales.

Se encendieron todas las alarmas.

La intuición, sino la inercia, hizo que el tema se enfrentara como acostumbraba el mundo cultural: colectivamente. Se comenzó a hablar del grupo de los seis (Precolombino; Balmaceda arte joven; museo Violeta Parra; Matucana 100; teatro regional del BíoBío, y Fundación teatro a mil) quienes recibieron inmediata solidaridad de colegas e instituciones de su mismo carácter: privadas sin fines de lucro, gestores culturales y el mundo de la cultura en general.

Aunque llegada hace poco, Consuelo Valdés puso lo suyo, participando activamente en la discusión presupuestaria y acogiendo iniciativas, como este seminario, que le fuimos a plantear con Norma Muñoz. Su agenda le impidió participar activamente, pero se ocupó de delegar en Juan Carlos, siempre sonriente y bien dispuesto.

Más allá de la precaria solución que salvó, por esta vez del recorte del 30% a los afectados, quedó sobre la mesa la reflexión sobre cómo debiera ser el financiamiento cultural a la luz del reciente ministerio y de la cambiada y cambiante realidad nacional e internacional.

Sin duda entramos en una nueva etapa.

¿Cuáles serán sus semejanzas y diferencias con la anterior?
Podríamos definir la etapa previa como la del inicio en Chile del financiamiento mixto o compartido de la cultura. Tiempo que va desde la recuperación de la democracia, en 1990, a la creación del ministerio, o sea marzo 2018.

En ella asistimos a un debilitamiento -con respecto a lo acontecido hasta septiembre de 1973- de la participación pública en el financiamiento cultural.

Sus símbolos son cuatro: los fondos concursables; las donaciones privadas a cambio de la estímulos tributarios; los consejos sectoriales que asignan recursos en diálogo con la industria y trabajadores de cada uno de los sectores (libro, audiovisual y música), y el modelo de autofinanciamiento de espacios culturales, probado con éxito en el CCEM.

Dichos símbolos agregan participación privada (jurados, evaluadores, consejos sectoriales, directorio del CCEM, comité de donaciones) coronada por la máxima instancia participativa, el directorio nacional.

Deben distinguirse dos formas de participación privada: una, la asignación de recursos públicos y otra, directamente financiando actividades que aprueba la llamada ley de donaciones. En los últimos años se ha agregado una tercera forma, como es la creación de espacios y fundaciones culturales por parte de empresas, que solo recurren puntualmente a fondos públicos.

Con la creación del ministerio se produce una rigidización en los aportes públicos, junto con un aumento de la posibilidad -o tentación- de resolver financiamientos sin considerar otras formas de aportes. Esta tendencia se ha demostrado en medidas, aunque no con tanta fuerza en el financiamiento, como la tardanza en constituir en Consejo nacional que reemplaza al anterior directorio nacional; no cumplir con la ley de premios nacionales de las artes, con todos los jurados que corresponde según la ley, debiendo ser dos de ellos nombrados por dicho consejo; los incesantes anuncios de una ley del patrimonio cuyo proyecto se acaba de firmar el 26 de mayo y se debe mandar al Parlamento, pero tampoco se ha conocido antes de hacerlo su contenido, para discutirlo, como ocurría con los proyectos anteriormente; los despidos ya comentados en el sector patrimonio, y otras medidas que reflejan que, finalmente, la decisiones culturales, vía ministerio (no olvidemos que es una secretaría de Estado) tienden a tomarse en La Moneda.

En dicho lugar esperan definiciones de algunas leyes; el museo (sala o galería) de la democracia; la segunda etapa del GAM; allí se resolvieron los nombramientos del Consejo nacional, y quienes finalmente deberán ser sometidos a la aprobación del Senado, citados para el próximo lunes 3 de junio.

 El dato cierto es que, un actor central del financiamiento cultural, como es el gobierno, ha cambiado. No tanto como para regresar al modelo arquitecto pre dictadura, pero si revela una reversión de la tendencia de ir cada vez profundizando más la participación de la sociedad civil en el tema.

Ello implica que los otros dos sectores -privados y públicos o audiencias- deben tomar nota y medidas.

Desde el punto de vista de los públicos o audiencias, se hace imprescindible que el apoyo a determinados espacios y actividades, se concrete en aportes en dinero. Progresivamente, la gratuidad en el acceso se convertirá en un recuerdo y cada museo, centro cultural o cualquier espacio que acoge actividades artísticas debe cobrar por sus presentaciones o espectáculos para asegurar así independencia respecto de los fondos públicos que, además, pudieran allegarse.

En la retirada de recursos gubernamentales, un aspecto que sufrirá mucho será la infraestructura. Diversas autoridades del actual gobierno han insistido -no sin razón- que ya se han edificado muchos espacios culturales, que requieren completar sus programaciones más que pensar en nuevos emprendimientos. Casi 20 años de prioridad en la infraestructura (no olvidemos que fue el presidente Lagos quien dio inicio a una verdadera carrera por cubrir el país de este tipo de espacios, con la inédita Comisión Presidencial de Infraestructura Cultural) puede ser aconsejable dar un respiro y ocuparse más de su gestión. La pregunta es si el ente más adecuado para promover una gestión dinámica y proactiva es un ministerio, justamente lo opuesto desde su propia administración, a la gestión liviana del sector privado sin fines de lucro.

 Aparece entonces una primera contradicción, resumida en que en los tiempos de la participación y del consejo se hizo tanta infraestructura que durante el tiempo del ministerio no será necesario continuarla sino más bien darle conducción y apoyo a su gestión, para lo cual un consejo está mucho más preparado debido a su capacidad de convocatoria a la sociedad civil.

El hecho es que el ministerio existe, por tanto, mientras así sea, habrá que buscar fórmulas mixtas de financiamiento para emprender nuevos proyectos de infraestructura. ¿Qué ocurre entonces con los que están en marcha? El caso emblemático es la segunda etapa del GAM. Asolado por la quiebra de la empresa constructora, ha debido suspender obras y enfrentar los vertiginosos cambios que el mundo de la tecnología, en permanente renovación, ofrece, con el paso del tiempo. Ello encarece y hace correr el reloj, poniendo en riesgo los tiempos políticos para su inauguración.

¿No sería aconsejable recurrir a fondos privados para culminar el proceso?

Este ejemplo sirve para ilustrar que, en los nuevos tiempos, las grandes inversiones vendrán de la mano de aportes privados en los que el Estado, como en las concesiones de carreteras, tome los resguardos necesarios para acogerlos.

Ya ha ocurrido con los estacionamientos del CCPLM que permitieron la instalación, en un par de niveles, el espacio cultural, mientras en el resto una empresa administra los estacionamientos para recuperar su inversión y obtener las ganancias esperadas.

 Cabe pensar entonces que, en el futuro cercano, tendremos infraestructura con financiamiento mixto y buenos planes de gestión que permitan proyectar los ingresos provenientes de las audiencias y visitantes, para así interesar a privados que complementen los aportes estatales.

Esta revaloración de los aportes privados viene precisamente de la rigidez y arbitrariedades que pudieran surgir de un ministerio que, por una parte, centraliza, con el MOP, la decisión de invertir -o no- y por otra, prioriza -sin participación ciudadana- la programación de los espacios culturales por sobre su edificación.

Se da la contradicción que lo que fuera la principal fuente de participación ciudadana -las programaciones de los espacios- se rigidiza por una excesiva presencia ministerial, mientras la construcción se liberaliza mediante la aparición de dineros no gubernamentales.

Por tanto, la “madre de todas las batallas” se comenzaría a dar, más que en las instancias de participación como consejos o directorios de corporaciones, en la elaboración de sus planes de gestión que, previamente a la edificación, darán forma participativa a las futuras programaciones.

Pareciera un “negocio redondo” para el estado pues con menor cantidad de recursos va a tener mayor intervención programática sin que esta sea elaborada en instancias participativas. Una versión algo sofisticada del adagio “quién pone la plata, pone la música”, basada en el error de que el gobierno o el ministerio quién pone la plata, cuando esta pertenece a todos los chilenos y por tanto debe ser -sobretodo la puesta en la programación de espacios- una decisión colectiva y ciudadana.

Esto se había mantenido hasta ahora, pero la señal del 30% más la demostrada centralización en la autoridad política de las decisiones nos dice que corporaciones y fundaciones privadas sin fines de lucro van perdiendo autonomía de sus gobiernos corporativos. El caso más expresivo es la renuncia del ministro Ottone a presidir directorios a los que el CNCA otorgaba financiamiento, gesto que fue seguido, incluso por miembros del directorio nacional que integraban tales directorios de corporaciones privadas sin fines de lucro.

La señal del 30% indica que, progresivamente, los espacios afectados van a ver sometidos sus ingresos a concursos o aportes especiales que no tienen otra vía que la asignación a través de la burocracia y la autoridad política unipersonal dado que el Consejo nacional no tiene atribuciones para ello y no existe -en la realidad ni en la voluntad- el tan necesario y tantas veces propuesto Consejo nacional de la infraestructura y la gestión, donde pudieran todos los actores de ese ámbito fijar prioridades y asignar fondos con un criterio en el que participan los directamente involucrados.

Un ejemplo de ello es lo que ha acontecido recientemente con Fondart que sin tener la instancia de apelación superior -el ex directorio nacional- las decisiones como apelaciones y reclamos han sido resueltas burocráticamente, con participación de evaluadores y jurados que, obviamente carecen de la visión general que tendría el directorio –que determinabas los criterios de asignación de recursos-, por tanto, deben confiarse en las apreciaciones de funcionarios ministeriales.

 En síntesis, los cambios que ha traído la nueva institucionalidad, más la comodidad que ellos implican para la autoridad unipersonal, debiera llevar a que la sociedad civil tenga que constituir nuevos contrapesos a ésta en el terreno del financiamiento.

Lo que antes estaba al interior de la institucionalidad -consejos, convenciones, directorios de corporaciones- deberá establecerse al exterior de los mismos y la sociedad civil deberá hacerse escuchar a través de organizaciones profesionales, sindicales y la academia, más financiamientos empresariales, para poder acceder al necesario equilibrio derivado de un modelo mixto de financiamiento cultural que (me) sigue pareciendo el más adecuado para Chile.

 La formidable participación de la ciudadanía cultural ante el frustrado intento de designar un ministro que negaba violaciones a los derechos humanos, demuestra que ella sigue siendo una herramienta poderosa, que puede ser esgrimida nuevamente, dado que el mundo de la cultura no está dispuesto a deponerla.

En definitiva, pienso que estamos en el inicio de una nueva fase en la cual este mundo debiera reconquistar las instancias de participación que -inexplicablemente- se perdieron a través de la curiosa continuidad de pensamiento de dos gobiernos de derecha y uno de izquierda, por uno de los dos caminos:

1.     Reponer en las instancias existentes como directorios, convenciones, consejos… el carácter vinculante que se concibió en el origen del CNCA y duró hasta el mandato de Luciano Cruz Coke.

2.     Desandar el camino del ministerio y reponer el Consejo Nacional, eso si, con la incorporación esta vez del sector patrimonial.

Aún es tiempo de detener la tendencia de que las decisiones en cultura dejen de tomarse, colectivamente, en la mesa del directorio o consejo nacional, en la plaza Sotomayor de Valparaíso y se trasladen a la soledad de las oficinas de Santiago.

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