16 noviembre 2009

MUSEOS Y CENTROS CULTURALES




La distinción entre museos y centros culturales parecía estar establecida en nuestro país, así como habíamos avanzado en diferenciar entre éstos últimos y los teatros municipales. No obstante, un reciente reportaje de Artes y Letras -Museos presidenciales versus museos públicos: ¿Desvistiendo santos?- parece retroceder en el tiempo y a la vez, desde la confusión de tales términos, establece aparentes contradicciones entre los que llama “museos presidenciales” y los museos dependientes de la DIBAM.

En primer lugar, la categoría en cuestión no contempla sólo museos. Incluye a centros culturales, como el CCPLM y en Centro Cultural Gabriela Mistral junto con museos como el MIM y el Museo de la Memoria. Ignora al Centro Cultural Estación Mapocho que podría, siendo coherentes con la confusión conceptual, haber sido catalogado como “museo presidencial” del período Aylwin.

En efecto, se busca demostrar que mientras los museos tradicionales están abandonados, los presidentes mencionados favorecen las infraestructuras que impulsaron.

Mientras la obra de Patricio Aylwin se auto financia desde hace casi 20 años, sin recibir aportes del Estado, el MIM, ícono del período de Eduardo Frei, recibe recursos desde el Ministerio de Educación vinculados a la cantidad de estudiantes que lo visitan, es decir uniendo dineros públicos a capacidad de gestión. Si el MIM no recibiera estudiantes, no recibiría aportes, situación muy diferente a la de los museos de la DIBAM que –muchos o pocos- desafortunadamente no tienen todavía presupuestos vinculados a su capacidad de gestión. Es justamente esa capacidad brotada de corporaciones privadas sin fines de lucro la que se pretende agregar a la DIBAM con la nueva Ley de Instituto del Patrimonio enviada al Parlamento por la Presidenta Bachelet. Quién, coherentemente, ha dotado de corporaciones o fundaciones de derecho privado a los principales espacios edificados durante su mandato –Centro Cultural Gabriela Mistral y Museo de la Memoria- para que no constituyan una carga exclusiva para los bolsillos de todos los chilenos y se puedan allegar recursos de auspicios de la empresa privada y de su propia operación.

El CCPLM, gestiona exposiciones como Los guerreros de Terracota, recurriendo para ello al Banco de Santander, la Fuerza Aérea, la Cancillería y otros, mientras el Museo Nacional de Bellas Artes no pudo acoger una muestra de Andy Warhol… “por un tema de carácter político”. Sin embargo, ello no se debe a una preferencia ideológica por la maravilla china sino a una capacidad de gestión que el CCPLM ha demostrado en ésta y otras oportunidades, incluyendo muestras de los propios museos chilenos que permanecian en sus bodegas, como es el caso de exhibiciones de isla de Pascua o arte religioso, acciones que forman parte de la misión de este Centro Cultural desde su concepto.

Es decir, se compara un modelo que data de 1929 con un modelo que desde 2003, con la creación del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, ha introducido a nuestro desarrollo cultural dos factores de los que carecía: la gestión y la formación de audiencias. De ambos aspectos es factible obtener recursos para optimizar y aumentar los inevitablemente débiles aportes públicos. Con gestión cultural –profesión a nivel de Master en la Universidad de Chile- es posible elaborar proyectos de calidad que atraigan a empresas privadas para que, a cambio de exhibir su marca, facilitan con su aporte la presencia de grandes muestras internacionales; del desarrollo de audiencias estables es posible obtener recursos que estas mismas personas habituadas a determinados espacios están dispuestos a pagar como entradas por las muestras de su interés, a la vez que demostrar cifras sistemáticas de visitantes que no dejan indiferentes a los posibles auspiciadores.

El papel que han jugado los gobiernos recientes es justamente agregar el tercer elemento para un desarrollo cultural equilibrado: la infraestructura. No sólo grandes centros sino pequeñas espacios a lo largo del país, en alianza con municipios y con exigentes metas en cuánto a la capacidad de gestión futura que tendrán. El “no pondremos un peso allí donde no haya un plan de gestión cultural” del Presidente Lagos, el 5 de abril de 2000, más que un estímulo a las grandes obras, es un llamado a pagar la deuda de un Chile que se restó desde el Centenario, cuando se construyó el Bellas Artes y se planeó la Biblioteca Nacional, de construir edificaciones para la cultura. Desde entonces, hasta la década del los 90s, se construyó casi nada de infraestructura cultural.

A contar de esa fecha, tenemos, por nombrar sólo algunos, el Teatro Regional del Maule, Matucana 100, Balmaceda Arte joven en varias localidades del país, Trawü Peyum en Curarrehue, la Biblioteca de Santiago, el Bodegón de Los Vilos, el edificio del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes en Valparaíso, el Centro Cultural Estación Mapocho, y también, por cierto, el primer museo interactivo para formar las audiencias científicas del futuro y una red de bibliotecas altamente tecnologizada.

Se ha invertido mucho, es verdad, que se ha invertido cautelando que los recursos sean bien administrados también es cierto, que se haya “desvestido” a los museos de la DIBAM para ello, no corresponde a la realidad. Sencillamente porque la estructura de ese servicio público aún no está en condiciones de recibir esos recursos, debe ser remozada para acoger tantos recursos públicos como sean capaces de administrar y tantos recursos privados como sean capaces de imaginar y plasmar en proyectos de interés.

Todos los candidatos a la Presidencia parecen coincidir en que se debe crear una nueva institucionalidad patrimonial, más ágil y actualizada, que pueda además proteger nuestras riquezas pretéritas tanto del Rally Dakar como de universidades-negocio que pretenden, una de ellas al menos, desvestir espacios públicos sin consultar más que a la divinidad, como acaba de acontecer con la Plaza Gómez Rojas.

Si la distinción adecuada es entre museos y centros culturales y no entre museos presidenciales y museos públicos, es razonable advertir sobre los riesgos de construir tal categoría analítica. Por ejemplo, el asignar sólo a la voluntad presidencial la construcción de un museo como el de la Memoria podría hacernos ignorar la necesidad de que las nuevas generaciones conozcan de las atrocidades que motivan a una sociedad a hacer todo lo posible para que nunca más en Chile sea necesario otro museo de esa naturaleza.

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