19 marzo 2025

""LAS ATADURAS DEL SILENCIO" de RODRIGO ATRIA



Cuando Mario Vargas Llosa vino, a mediados de 1981, al teatro ICTUS a presentar “La guerra del fin del mundo”, contó una anécdota de un militar peruano, correctamente uniformado, que luego de una conferencia, lo esperaba insistentemente para hacerle una pregunta, muy importante. Sorprendido, Mario lo recibió y escuchó con estupor que el oficial necesitaba saber cómo se había enterado de su historia, que apareció tal cual en la novela “Pantaleón y las visitadoras” (1973).


Vargas Llosa ratificó el hecho en una entrevista, realizada una lluviosa mañana de domingo en un cálido hotel frente al Parque Forestal y publicada en APSI 101, ambos estábamos escoltados por sendas Patricias; él con su prima en primorosa bata, yo con mi esposa, camuflada como fotografía de la revista.

Tuve una sensación parecida leyendo “Las ataduras del silencio”. ¿Cómo Rodrigo Atria se enteró de los silencios (obligados) y las ataduras (legalizadas) que me correspondió vivir durante los 5 años y 105 ediciones que dirigieron APSI? 

El misterio comenzó a desarrollarse hacia el final del verano reciente.

Antes, había tenido días gloriosos de lectura -en estéreo- sobre el Libertador Simón Bolívar, dos biografías contundentes -las de Marie Arana y de García Hamilton-, y una serie de 60 capítulos en Netflix.

((Práctica que recomiendo, luego de haber hecho otro tanto con “Patria”; “El Gatopardo”; “Pedro Páramo”, y “Cien años de soledad”)) 
 

Me disponía a buscar un nuevo conjunto de lecturas combinadas con streaming cuando a las 16:40 del martes 18 de febrero, irrumpieron en WhatsApp, mensajes de Rodrigo Atria:

Sin pasar por fiscalía alguna, los reproduzco fielmente:

[16:40, 18/2/2025] Rodrigo Atria: Querido Arturo, ¿cómo vas? ¿De vacaciones o de regreso de vacaciones?... Quizás ninguna de las dos anteriores...

[16:41, 18/2/2025] Rodrigo Atria: Te cuento que en marzo saldrá un nuevo libro mío...

Agregó una imagen con un texto de editorial Planeta que describía la novela como “lo que significó ser periodista en la década de los ochenta, mientras trabajaba en la revista APSI, cuando el miedo gobernaba...”

Minutos antes, repasaba con mi nieto de 7 años, algunos episodios televisivos de Star Wars me permitieron, desde esa galaxia, una primera deducción: Atria hacía una secuela, 
de mi experiencia APSI, lo que convertía a ésta en una “precuela” de la novela que, como imaginarán, ya había aceptado presentar aún antes de responder los mencionados WhatsApp.
 

Cual no sería mi sorpresa cuando, ya inmerso en la lectura de Atria, en el capítulo llamado Encriptación, página 93, me encuentro con R2-D2 si, con Arturito, el compañero de C3-PO Citripio...

Pero no nos adelantemos.


“Las ataduras del silencio” es una novela que describe dos sensaciones impregnadas, durante la dictadura, en la piel de los comunicadores: el miedo y la censura, la censura y el miedo. 

Una siniestra pareja que supervigilaba -como la madre de Woody Allen, desde las nubes en “Historias de NY”– el trabajo que antes fuera informar de la manera más certera y con chequeo de dos fuentes, a lo menos, ahora debía matizarse pensando si pasaría o no la censura y, de no hacerlo, cuál sería el costo: una citación desde DINACOS; una golpiza; decenas de llamadas telefónicas en las que nadie estaba al otro lado de la línea; una visita de misteriosos señores a su domicilio, o una cabeza de cerdo en la puerta de la revista.

Creía que APSI ya lo había vivido todo, desde la censura previa -en 1976- que exigía revisar los originales antes de imprimirlos, luego contrastar lo impreso con lo revisado para finalmente recibir un permiso de circulación. 

Después vino la autocensura, con citaciones periódicas a la sede de los tres poderes del estado, el Edificio Diego Portales, al director responsable, reuniones en las que el censor indicaba -destacados en amarillo en su ejemplar de la revista- cuales eran los temas que no se debía aludir. 

En agosto de 1981, vino la amenaza más robusta en boga: expulsión el país, como lo registra el capítulo “Amigos”, en su página 32.

Ello implicó el cierre de la revista por ocho meses y su reaparición el 6 de mayo de 1982, con nuevo director y editor: Marcelo Contreras y Sergio Marras. También nuevos periodistas: Dionisio Hopper -nuestro protagonista- entre ellos.

Ese mismo año de 1982, en la Plaza de Armas, surgió otro proyecto periodístico de envergadura, al que se adscribió Hopper/Atria: escribir las memorias de la Vicaría de la Solidaridad. No cabía duda que no sería grato a la censura y que se arriesgaba quizás tanto o más que escribir en APSI. Encabezaba la iniciativa Augusto Góngora.

Su origen fue que se estimó necesario dejar testimonio escrito de la extraordinaria labor de la Vicaría. Entonces un grupo de sus funcionarios agregaron a su incansable trabajo el ir registrando su encomiable labor. A poco andar advirtieron que alguien tenía que redactar literariamente tales documentos: Góngora convocó para ello a Rodrigo Atria, joven periodista que había mostrado dotes narrativas, a inicios de los setenta en la colección Nosotros los chilenos de Quimantú; que de alguna manera ocupaba el lugar de esa "vieja guardia del periodismo que ya no está. Algunos han muerto. Otros han salido del país y los que quedaron subsisten sin hacerse notar mucho" Capítulo "Rumores" página 58.


Así, a las tensiones y “guatas apretadas” de APSI (pues la máscara de Dionisio Hopper había caído y dejó a la intemperie a Atria) se sumaron las propias de reuniones clandestinas con Eugenio 'Queno' Ahumada; Gustavo Villalobos; Carmen Quesney; José Manuel Parada; Gustavo Saball, Javier Luis Egaña... en lugares variados y variables según las sospechas surgidas de misteriosos sujetos parado en las esquinas; llamadas telefónicas imprecisas, actitudes sospechosas...


Testimonio de ello aparece en “Noticia urgente” (página 205) cuando José Manuel Parada se convierte de autor del libro en víctima de un feroz asesinato y por tanto, en parte de los momentos más desgarradores del libro. Costó no romper en llanto como ese 29 de marzo.


Eso es esta novela que me honra introducirles: un relato en primera persona de un profesional que vivió en carne propia el intento de hacer periodismo de verdad en dictadura; también un relato colectivo de decenas de colegas que en libros, radios, boletines, revistas se jugaron por reconstruir un sistema de prensa que había sido dinamitado el 11 de septiembre de 1973.

Hay en estas páginas una lección de periodismo en las perores circunstancias, pero también un descarnado relato del miedo, de esa sensación de que aquello para lo cual la sociedad lo formó y hace profesionalmente, que debería ser apreciado, puede ser usado en su contra y tener costo en vidas, exilio, torturas, cárcel. O simplemente, miedo persistente a cualquier chirrido nocturno de neumáticos, para el protagonista y su entorno.


Pocas veces, en la variopinta literatura sobre la dictadura de Pinochet, es posible encontrar esta forma narrativa de un testigo presencial, que se cuestiona a sí mismo, que da cuenta de sus sensaciones más primarias y que, finalmente, hace novela en primera persona para narrar, magistralmente, como se escribía otro libro: “La memoria prohibida”, mientras superaba sus temores trabajando para una revista nacida cuando Chile, a solo tres años del golpe militar, iniciaba el camino de reconstruir su democracia. 


Democracia que es posible conservar gracias a testimonios como el de Rodrigo.

Gracias, colega y amigo.

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