Con Notre Dame de París, se quemó algo de nuestra cultura. Sobretodo ese Chile del centenario, muy afrancesado, que construía un museo de bellas artes y una estación de ferrocarril, inspirados en la arquitectura francesa. Pero, la verdad, es que ese tipo de desarrollo cultural, basado en el casi exclusivo financiamiento estatal de las artes -a través de la Universidad de Chile- y del patrimonio, a través de la DIBAM, había caducado junto con el bombardeo al Palacio de La Moneda, el 11 de septiembre de 1973.
Con la dictadura, que pisoteó la manguera del financiamiento cultural a las dos entidades mencionadas, más las universidades y, subsecuentemente, a los canales de TV gestionados por éstas, que comenzaron tambien un lento proceso de privatización, hoy ya semi culminado.
Sin embargo, la cultura de un pueblo no se acaba, aunque lo pretenda el que interrumpe maliciosamente su financiamiento público. El mundo de la cultura reaccionó ante las pretensiones de la dictadura y logró no solo influir determinantemente en la campaña del NO, que prometía algo tan intangible como la alegría. También se empoderó y obtuvo, en los primeros gobiernos de la Concertación de partidos por la Democracia, la constitución de un Consejo nacional de la cultura y las artes, que intentaba escapar de las visiones extremadamente privadas de financiamiento, como el modelo de los Estados Unidos, o fuertemente estatistas, como había sido hasta 1973.
La razón era simple: no se quería depender totalmente de un improbable financiamiento empresarial, ni arriesgar, con un fuerte financiamiento gubernamental, otro traspié como el de 1973.
Se logró así un modelo mixto que sumó recursos desde el Estado -especialmente a través de fondos concursables- y desde las empresas, a través de mecanismos de estímulos tributarios. Además, los gobiernos siguieron invirtiendo en infraestructura cultural, como una manera de actualizar al país que poco o nada había invertido en ese campo, desde el Centenario.
Sin embargo, algunas críticas al modelo de concursabilidad sumadas a la incomprensible independencia de la institucionalidad patrimonial respecto de la de las artes y la cultura, llevó a que gobiernos de diferente signo terminaran consensuando un ministerio, que no termina de cuajar, en especial en sus instancias participativas, que se comprometió conservar.
En el nuevo escenario internacional, en el que paulatinamente se refleja la sombra de la guerra fría, esta institucionalidad deberá tomar opciones.
Las recientes admoniciones del Secretario de Estado Mike Pompeo, dictadas en Chile, respecto de cómo debemos comportarnos los latinoamericanos en la economía y la política internacional, deja abierta la reflexión sobre qué debe ocurrir en el campo de la cultura.
Luego de la segunda guerra mundial, el Reino Unido, encasillado entre el modelo soviético de Estado Ingeniero y del de Estado Facilitador, que promovía Estados Unidos, optó por un camino intermedio, el estado Patrocinador, basado en participativos Consejos de las Artes, situados a "distancia de brazo" de los gobiernos, que muy pronto impregnaron a todos los países de la comunidad británica, pasando a ser el modelo más seguido en Asia, África, Oceanía y Canadá.
América Latina continuó en la tradicional disyuntiva, con modelos estatistas -Cuba, Venezuela chavista- o de fuertes compromisos privados -Brasil, hasta la llegada de Bolsonaro- siendo Chile la excepción que, desde inicios de la década de los 90, comenzó a transitar por la senda de los consejos británicos.
Desafortunadamente, el ministerio de las culturas constituye un retroceso en esa línea, que nos deja desprotegidos antes la muy probable radicalización entre el modelo chino, que tiene, en cultura, muchas características del soviético (si no piense en Ai Weiwei que el 3 de abril de 2011 fue detenido en el aeropuerto internacional de Pekín y estuvo bajo arresto durante 81 días sin cargos oficiales, y funcionarios aludieron todo a "delitos económicos") y el modelo estadounidense, que depende mucho de los privados y se basa en un espíritu filantrópico del que estamos demasiado lejos.
Sin lugar a dudas, estaríamos muchos más preparados para enfrentar esta disyuntiva, si contáramos con un consejo participativo que reúna a todas las fuerzas que integran los mundos de la cultura y el patrimonio, junto a las culturas indígenas que debieran integrarse, al menos por lo que reza el nombre del nuevo ministerio.
Para que -como lo hizo UK- nuestra cultura no sucumba a las ya fuerte penetración del mundo estadounidense y a la esperable creciente presencia china, es preciso reforzar nuestra institucionalidad con instancias participativas del más alto nivel, que incluso debieran superar el débil Consejo nacional de las artes que contempla la nueva ley y que, hasta ahora no se designa.
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