21 abril 2010

MARIANO AGUIRRE, UN HOMBRE DE LOS LIBROS







Cuando se inician las celebraciones -una vez más- del Día del Libro, parece propicio conmemorar, invocando a uno de los mayores devotos que los libros han tenido en Chile: Mariano Aguirre. Reproduzco para ello un texto sobre su relación con el suplemento Literatura y Libros del desaparecido diario La Época, que forma parte del volúmen "20 años de crítica literaria. Mariano Aguirre, las razones de un lector", pronto a aparecer con el sello de RIL editores. Mi primer recuerdo de Mariano Aguirre es clerical. Leía en penumbras, detrás del altar que constituía su escritorio en la antigua capilla del claustro en que la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica tenía su sede. Interrumpirlo en tales afanes y territorio contradecía mi formación católica. Por tanto, debo haberlo observado desde la distancia más tiempo que lo habitual para un estudiante que sólo deseaba obtener un ejemplar de tan improbable biblioteca.

Mariano era el bibliotecario de la Escuela ubicada en la calle

San Isidro. Su labor consistía, básicamente, en auxiliar a los alumnos

de maestros como Clodomiro Almeyda, Alfonso Calderón, Luis

Domínguez, Guillermo Blanco o Antonio Skármeta. De más está

señalar que muchas veces el celebrante debía despacharnos a pocas

cuadras, a la Biblioteca Nacional, donde era más factible satisfacer

la voracidad despertada por ellos, ahora acrecentada por Aguirre.

De seguro, Mariano había leído más volúmenes que los que

albergaba aquella capilla.




Esa misma sensación me acompañó durante todos los episodios

que acometimos juntos más adelante. En las editoriales

Quimantú, Melquíades y Planeta, en el diario La Época o en «El

show de los libros».




Normalmente, antes de involucrarme en alguno de tales planes,

consultaba a Mariano su disposición para acompañarme. De

este modo, fueron pocas las veces en que lo encontré de sorpresa.




La más impactante aconteció durante mi primer viaje a Buenos

Aires, a pocos días del golpe militar de 1973, en una ingenua

misión política de sondeo a compañías argentinas interesadas en

publicar la producción editorial de la resistencia chilena. Me subí

al metro para dirigirme a la casa de Ariel Dorfman, que me introduciría

en ese mundo. Ya instalado en una butaca, miré al asiento

del lado y… me encontré con Mariano. Respetando las normas de

seguridad que impedían revelar el cometido que nos llevaba a la

capital argentina, me confesó que su mayor anhelo en la vida era

ser «judío argentino», una buena síntesis de su admiración por la

tradición intelectual porteña y su pasión por el tango.




Ya en la declinación de la dictadura, y luego de la primera

crisis financiera del diario La Época —que lo llevó a cerrar su revista

semanal, de la que fui editor— recibí el encargo de proponer

proyectos de nuevos suplementos. El primero fue «Literatura y

Libros», en el entendido de que lo literario lo aportaba Mariano

y que mi experiencia como editor me permitiría referirme al libro

como producto.




De inmediato, Mariano Aguirre, con el título de Asesor

Literario, fue abriendo las puertas de La Reina que ocultaban a

Nicanor Parra y las de Galvarino Gallardo que custodiaban a Pepe

Donoso. Luego de tan contundente aperitivo, editores y escritores

comenzaron a acribillarnos con sus textos, de todas las calidades.




La pauta del suplemento solía nacer de reuniones-almuerzo

con Mariano en el decadente Club Deportivo Nacional, donde

nos alimentábamos esgrimiendo los vales del diario. Mariano no

perdonaba un almuerzo sin un buen plato de comida, faltando

a la cita únicamente los martes, en que disfrutaba de los porotos

servidos en la mesa familiar.




A pesar de ser escuálido en páginas —ocho— el suplemento

tuvo una estructura. En la portada publicábamos inéditos o adelantos:

debutamos con Pepe Donoso y lo siguieron Isabel Allende,

Gabriel García Márquez, Antonio Skármeta, Marco Antonio de

la Parra, y Luis Domínguez, uno de los más formidables conversadores

de la literatura chilena; recuerdo haber sostenido con él

charlas de varios días que comenzaban a la salida de la escuela

de Periodismo, mientras caminábamos hacia mi trabajo en Quimantú,

se interrumpían durante la jornada laboral, retomándose

a la hora de salida, mientras Lucho me esperaba, leyendo, en la

puerta de mi oficina.




Mariano maravillaba con la capacidad de sugerir-obtener las

exclusivas. Luego, un clásico fue el «Dime que lees y…», sección

infaltable de la contraportada en la que Luisa Ulibarri extraía los

placeres literarios más ocultos de personajes tan variados como

Yamil, el peluquero palestino de las torres de Tajamar, o Fernando

Rosas, el Director de Orquesta.




Un infaltable era Alfonso Calderón, que escribió en casi todas

las ediciones, con sus críticas o crónicas impecables, siempre de la

extensión justa y con su sabiduría desbordante. Ana María Foxley

solía hacer las entrevistas a los creadores siguiendo rigurosos

consejos de Mariano, con la consiguiente reconvención cuando

no se cumplían.




En la sección de «Comentarios», nació un crítico en «Literatura

y Libros»: Javier Edwards. Primero con timidez y más tarde

con pachorra, pero siempre con el estímulo de Aguirre, se fue

entreverando en la literatura nacional a pesar de las sospechas

iniciales que nos despertaba por provenir del mundo de la banca.




Pero quizás lo más relevante del «Literatura y Libros» fue

la calidad y profusión de «plumas» que lo engalanaban semana

a semana. Cedomil Goic, Jorge Guzmán, Gonzalo Contreras,

Martín Cerda, Raquel Olea, Diamela Eltit, Carlos Franz, Carlos

Olivárez, Arturo Fontaine, Osvaldo Soriano, Poli Délano, Antonio

Ostornol, Grinor Rojo, Enrique Lihn fueron solo algunos de una

lista interminable de colaboradores que concurrían al llamado de

Mariano, que solía encontrar al mejor conocedor del tema que

se pretendía.




En esta condición, ofrecimos escribir a María Pilar Donoso.

Fue una revelación. Aplicada, apasionada, entretenida y conocedora

de intimidades de los grandes del boom literario, fue una

colaboradora de excepción, haciendo una especie de farándula

de alto nivel, hasta que debimos matizar el mutuo entusiasmo:

«Pepe está celoso», nos dijo —coqueta— un día. En la reciente

publicación de su hija, Correr el tupido velo, se recogen diarios

de María Pilar que reflejan la satisfacción que le brindaron este

trabajo y el reconocimiento que por él experimentaba.




Otro imperdible eran las «Novedades», una sección de notas

breves que anticipaban las publicaciones que saldrían al mercado

y que interceptaban las escasas probabilidades de avisaje de sus

editores. La más notable excepción vino en una edición en la que

nos avisaron de la gerencia que se habían vendido las dos páginas

centrales para un aviso… ¡una carta de Augusto Pinochet Ugarte

a los electores del Plebiscito de 1988!




Pero la carta que causó más desazón entre el equipo fue

la del entonces Presidente del Partido Radical, Enrique Silva

Cimma. Protestaba por el adelanto de la novela de Luis Domínguez,

llamada Oh capitán, mi capitán, que incluía un texto

que señalaba que «los radicales no tenían mujeres de cóctel

sino de picnic».




Me llamó solemne «don Emilio», el Director del diario —fue

la única vez—, y me pidió que la publicásemos en la siguiente

edición de «Literatura y Libros». Quise despacharla con una

respuesta que titulé «Oh radical, mi radical» pero la prudencia,

y Mariano aconsejaron que la respondiera, con gran altura, en la

subsiguiente edición, el crítico Pedro Lastra.




La verdad es que el suplemento tenía una densidad literaria

irrepetible, era de una actualidad poco frecuente para semanarios

y una variedad y calidad de colaboradores improbable aun en

otros países. Estaba profundamente inserto en el medio literario

nacional, era reconocido y apreciado por los escritores, de modo

que no fue difícil acceder a las mejores plumas disponibles en

plaza y en el exterior.




Pero también nos ocupamos de la forma, del libro como producto,

estrenando un tipo de crítica dirigida hacia los formatos,

papeles, diseños y tipografías empleados, que atraían la atención

de editores, diseñadores y hasta fabricantes de diversos insumos

de impresión.




Este esfuerzo se vio fortalecido cuando supimos que El

Mercurio había resuelto, ante el éxito de «Literatura y Libros»,

crear su propio suplemento «Libros». Lo asumimos inmutables

(cool, se diría el siglo XXI): los escritores estaban con nosotros y

la publicidad... bueno, la verdad es que no podíamos tener menos

avisadores. De modo que celebramos «la competencia» dado que,

como acotó un colega: «Fue la primera vez que El Mercurio copió

algo a La Época». Y la única.




Mariano también fue único. Por eso, cuando lo aquejó una

enfermedad irreversible, sus amigos organizamos una subasta en

el Centro Cultural Estación Mapocho para que libros donados

por editores y cuadros donados por pintoras y pintores amigos

pudieran paliar, en parte, los gastos médicos.

Cuenta la leyenda que el último gesto que lo sacó del estado de

sopor antes de partir fue enterarse del resultado de la subasta. Más

que la cifra financiera disfrutó de la cantidad de amigos presentes.




Muy de Mariano.

3 comentarios:

  1. Estimado Arturo.
    Entrañable retrato de Mariano Aguirre. Por cierto, un infaltable en el día del libro.

    Ramón Solís

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  2. Extraordinario.
    Felicitaciones, don Arturo. Y gracias.

    Zoltan

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  3. FELICITACIONES OFELIA POR TU GRAN ESFUERZO.SIGUE ADELANTE.TU AMIGO GUSTAVO

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