25 agosto 2010
ADIOS A GUILLERMO
Como estudiante secundario lo conocí a través de ese entrañable caballo que es Ruibarbo, que transitaba cansinamente por las páginas blancas, muy blancas, de uno de los primeros textos escolares impresos en papel couché, que expedía el olor a tinta de una inédita manera. Mucho tiempo después lo releí en las formidables páginas de Camisa Limpia, uno de los textos más lúcidos sobre nuestros antepasados sefardíes, tal como La gesta del marrano de Marcos Aguinis. Entre ambas lecturas, fue mi profesor, mi maestro y mi amigo.
El paso simultáneo de la primera condición a la segunda y la tercera se debió a un episodio de comienzos de la dictadura militar. Corría el año 1973 y el profesor de Redacción –eso fue Guillermo en la Escuela de Periodismo de la U.C.- pretendió, más con su bondadoso corazón que con la fuerza de la realidad, que nada debería cambiar en sus clases entre el antes y después del 11 de septiembre. Así fue como nos encomendó un trabajo de redacción sobre las principales noticias de ese año. “El sangriento cambio de gobierno en Chile…” fue mi primera línea de ese encargo académico.
-Déjenlo en la secretaría -como era habitual en las fechas de fin de año- fue la instrucción del profesor.
Mi sorpresa fue mayúscula cuando, habiendo pasado un par de meses desde la entrega y cumplía con la obligación de la práctica profesional en el diario La Patria, un sucedáneo de La Nación entonces administrado por el Colegio de Periodistas, me llama el Jefe de Crónica, me aparta a un lado de la Sala de Redacción y me explica que no podré continuar en el diario.
- Es que escribiste algo sobre el cambio de gobierno…
Pasado el aturdimiento, días después, decidí exponer la situación –que por cierto no tenía remedio- al profesor Blanco. Me miró incrédulo:
- ¿Qué pretenden? ¿Qué se haga pescador?
Ambos entendimos que no era necesario mencionar la palabra delación, ni gastar un segundo en el delator, que ambos sabíamos que vestía boina, presumía ser sacerdote y asistía al curso. Quizás ambos lo imaginamos leyendo los trabajos de sus compañeros en el mesón de la secretaría de la Escuela y yendo a destilar su odio ante el Director del diario.
Aún así, no valía la pena, aprovechamos el tiempo conversando de literatura, de periodismo, riéndonos de buena gana, como lo hacía Guillermo. Ese gesto atroz de intolerancia y soplonaje provocó que, imperceptiblemente el profesor de redacción se tornara en maestro y el maestro devino en amigo.
Hace pocos días, celebrando los 60 años de la Cámara del Libro –“era que no”, diría- nos brindamos las últimas carcajadas, los saludos a nuestras querencias y un abrazo.
No pudo haber despedida mejor.
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